El poeta que tocaba un viejo y roto violín en el exilio

Arturo del Villar

HACE ahora cincuenta años publicó León Felipe su último libro, ¡Oh, este viejo y roto violín!, su testamento lírico. Se imprimió en Ciudad de México bajo el sello del Fondo de Cultura Económica, que para hacer honor a su nombre economizaba los gastos, por lo que en vez de pagar solía pedir un anticipo a los poetas editados, alegando que la poesía se vende muy poco. Desde luego, en España no se importaban los libros de León Felipe, al estar prohibido su nombre por la censura, debido a su militancia en el Ejército Popular combatiente contra los militares monárquicos sublevados. Por el mismo motivo habitaba el exilio.
Al poeta le quedaban tres años de vida solamente: fue a morir un día de feliz recuerdo, el 18 de setiembre de 1968, cuando se cumplía exactamente un siglo de la Gloriosa Revolución que expulsó de España a la viciosísima y corruptísima Isabel II de Borbón, poniendo fin para siempre, según afirmaron entonces los patriotas, a la dinastía borbónica. Un republicano tan arraigado en las ideas como él, no podía haber encontrado en todo el calendario un día más adecuado.
Nos legó su última voluntad en forma de poemario, con ¡Oh, este viejo y roto violín!, culminación de sus Versos y oraciones de caminante, como se tituló aquel primer libro impreso en Madrid en 1920. Las circunstancias sociales y políticas motivaron que en el transcurso de aquellos 45 años las oraciones se transformasen en blasfemias, lanzadas contra el dios de los vencedores en la guerra, todos los que se repartieron sus imágenes y dejaron únicamente a los republicanos sin dios, según él mismo había escrito en un poema anterior.
A sus ochenta muy trabajados años León Felipe seguía raspando un violín viejo y roto, del que extraía una música dolorida, propia de un exiliado que había perdido ya la esperanza de volver alguna vez a su patria. Y es cierto que en su casa de la Colonia San Rafael, en la calle de Miguel Schultz, 73, 3º, en el Distrito Federal, se veía un viejo y roto violín colgado en una pared del dormitorio--oficina, debajo de un retrato de Berta Gamboa, su mujer muerta nunca olvidada. Ninguna melodía acorde podía salir de aquel gastado instrumento, así como ninguna alegría podía conmover su gastado corazón en el exilio.

Destino de desterrado

Había advertido al finalizar el prólogo a su paráfrasis del Canto a mí mismo de Walt Whitman, que “Los grandes poetas no tienen biografía, / tienen Destino”. El suyo le proporcionó una vida profundamente agitada, hasta hacerle morir en el exilio de su patria sometida a una feroz dictadura fascista. No fue un caso aislado, por supuesto: el Panteón Español de la Ciudad de México demuestra lo que significó el exilio tras la guerra perdida por la República, para no citar más que un solo lugar entre tantos repartidos por el mundo con tumbas de españoles peregrinos.
Fue primero un emigrante cultural, muy bien situado con una cátedra en la Universidad de Panamá, cuando en julio de 1936 conoció la noticia que iba a marcar su destino, la sublevación de los militares monárquicos contra la República Española. Se despidió de inmediato, para regresar a la patria y combatir junto a los milicianos defensores de la legalidad constitucional. A partir de entonces se transformó su poesía, para concentrarse en un único tema inspirador: el grito al mundo para liberar a España de la dictadura. Aunque perdió la guerra, mantuvo su combate contra el dictadorísimo y sus acólitos hasta el último aliento de su vida exiliada.
Los versos generalmente cortos de los primeros libros, anteriores al conflicto bélico, se transformaron en amplios versículos, que a menudo derivaban en largos períodos de prosa, porque su grito era incontenible. Con frecuencia se interrogó sobre el valor de la palabra poética en relación con la actividad política, y asimismo acerca de la misión del poeta. Le dominaba una única intención: descubrir de qué manera resultaría más útil su escritura para encauzar su denuncia.

Una poesía provisional

Es una poesía arengaria, muy apta para el mitin en la plaza pública. Era la que necesitaba para intentar convencer a oyentes o lectores de su discurso, con el fin de hacerles compartir su sentimiento de odio a los ocupantes de su patria. Debido a ello consideraba a todos sus poemas presentes e incompletos, por lo que alteraba su colocación en otros libros distintos al que los dio a conocer. En el epílogo de Ganarás la luz (1943) confesó que “Los poemas impresos siguen siendo borradores sin corregir ni terminar y abiertos a cualquier luminosa colaboración”. Una colaboración abierta a cualquier lector que sintiera como él.
Despreciaba la sacralización de los escritos firmados por nombres famosos, algo muy frecuente en nuestra cultura: en las subastas se alcanzan a veces cantidades millonarias por determinados manuscritos. Sin duda se trata de una aplicación a la cultura de la consagración religiosa a las reliquias de santos y santones. Las reliquias y los manuscritos se convierten así en objetos comerciales con los que montar negocios. Eso repugna a una mente equilibrada, y desde luego a la de León Felipe.
No consideraba a la poesía como un objeto estético digno de conservación, y mucho menos de veneración. Creía firmemente que un poema ha de apartarse a un instante concreto en el que sea oportuno, aunque se haya escrito mucho tiempo antes y con otra oportunidad. Tal es la validez intemporal de la poesía. La catalogación como poeta le resultaba anecdótica, y prefería trabajar con los instrumentos más útiles para conseguir el fin propuesto: denunciar las injusticias políticas y sociales.
En el prólogo a la Antología rota (1947), titulado muy significativamente “Provisional todo”, advirtió que el verdadero antólogo, el que hace la historia, es el Viento, con la inicial mayúscula reservada a los nombres propios en castellano. En consecuencia, los versos y los poemas completos resultan ser trasladables si el autor les encuentra mejor ubicación que la primitiva. Nada más lejos de la sacralización poética que esas consideraciones. Para León Felipe la poesía no es eterna, sino temporal, porque se adapta a un instante concreto, me el que demuestra su eficacia.

Un toque de “Imaginación”

Un poema de ¡Oh, este viejo y roto violín! titulado “Imaginación” le permitió interrogarse acerca del fenómeno poético, ese misterio nunca desvelado a pesar de las especulaciones de los poetas y de los filósofos, que según Unamuno son lo mismo. En esos últimos años de su vida bien cumplida se preguntó por la causa que le había animado a tomar la escritura como oficio, durante la mayor parte de ella: “¿Por qué me ha preocupado siempre tanto la voz?” Esa voz citada es, naturalmente, su voz lírica, pasada a la escritura en los libros.
Dio la respuesta inmediatamente, aunque dubitativa, como si no estuviera seguro de lo que escribía: “Tal vez no quede del hombre más que su voz… / su voz poética… / La poesía.” A sus ochenta años reconocía el valor de la poesía, que es ante todo una actitud vital, más que un pasatiempo estético. Ciertamente, lo que queda todavía del hombre llamado León Felipe es su poesía, que mantiene su actualidad. Prueba de ello es que la recitamos en mítines y reuniones políticas, y nos hace sentir con ella y vibramos al escucharla. Queda fuera del tiempo de su creación, pero nos resulta lógico, puesto que conocemos su condición intemporal.
Ya no es posible escuchar su voz cuando recitaba La insignia (1937) en las trincheras milicianas. No obstante, seguimos oyéndola cuando nosotros leemos sus versos. Resuena la voz poética de León Felipe en la de otra persona, puesto que eso es lo que quedó de él, su voz, como predijo. La voz no muere, aunque lo haga el cuerpo al que pertenece la boca pronunciadora de las palabras. Su voz militante sigue clamando contra los asesinos de su patria, que es la nuestra, y gritamos con ella exigiendo justicia y reparación de las culpas, denunciando todavía la impunidad de los cómplices de los verdugos. En este sentido es oportuno calificar a León Felipe de portavoz clamoroso del pueblo traicionado.

Quién hace la historia

El poema que estamos leyendo, “Imaginación”, resulta un buen ejemplo de metapoesía, en el que se analizan precisamente las posibilidades de la lírica en su función social. En el verso siguiente a los ya citados antes expuso una respuesta añadida como explicación total: “La poesía…¿No es la que hace la historia? / Ésta ha sido siempre mi doctrina. / Todo lo ha hecho la fuerza poética del hombre.” Si habíamos considerado a la poesía como una crónica instantánea de un acontecimiento, aquí se nos advierte que de la crónica pasa a convertirse en historia, un grado superior. Es biografía de un hombre, crónica de un pueblo, historia de la humanidad.
La poesía hace la historia, la ha hecho siempre, aseguraba León Felipe. Hemos de entender esa opinión en términos poéticos, como una imagen lítica. Al repasar los manuales de historia comprobamos que sus páginas están abarrotadas de nombres de emperadores, generales, dictadores, conquistadores, reyes, tiranos… Muchos de ellos mantuvieron pagados cantores áulicos propagandistas de sus hazañas, o historiadores de cámara a sueldo contratados para relatar sus aventuras guerreras. Así es la historia, una sucesión ilimitada de conflictos bélicos, con los que incrementar los dominios de los señores, gracias a las batallas libradas por los servidores, cuando no había esclavos que utilizar como carne de cañón.
Sin embargo, el poeta independiente, el que rechaza colocarse al servicio de un amo para recibir una soldada, canta lo que ha visto, y con ello logra fijar la historia. Durante la guerra en España los poetas se sintieron inspirados para describir en verso, a menudo romance, los acontecimientos más sobresalientes de los que tenían noticia. Lo hicieron en los dos frentes de batalla, aunque con resultado muy desigual, porque en uno luchaba el pueblo español agredido, y en otro el fascismo internacional agresor.

El ritmo de la sangre

Al comienzo de ¡Oh, este viejo y roto violín! se propuso León Felipe explicar cuál era el ritmo de sus versos. Quizá deseaba salir al paso de las opiniones manifestadas por algunos críticos, que los consideraban prosaicos debido precisamente a su falta de rítmica. Es verdad que los versículos se acercan a la prosa forzosamente, pero no lo es menos que la prosa observa también un ritmo interno, e incluso permite figuras retóricas lo mismo que el verso. El poeta analizó el suyo para descubrirnos su composición:

Observo que un versículo cualquiera de este poema
se puede descomponer
en endecasílabos, hexámetros,
eneasílabos,
versos de cuatro sílabas…
Y que al juntarse para formar el versículo
lo hacen siempre de una manera tan singular
que dan justamente la nota exacta de mi corazón.

El ritmo de la poesía sobre el papel es paralelo al de la sangre que corre por las venas del poeta. Era una vieja idea, explicitada ya en su primer libro cuarenta y cinco años antes. Acompasaba el ritmo de sus versos al de su corazón, de modo que podía garantizar, lo mismo que su admirado Whitman: “Camarada, esto no es un libro, quien toca esto, está tocando a un hombre.”
El llamado León Felipe dejó rastros de su destino en todos los libros escritos, y con mayor arraigo en el último publicado por él. Aquí está el hombre que se sirvió de la poesía para gritar y blasfemar, en vano intento por conmover las conciencias de los dirigentes mundiales, para que se decidieran a prestar ayuda a la España sufriente bajo la dictadura. Seguía vigente todavía el fatídico Acuerdo de No Intervención patrocinado por el Gobierno del Reino Unido de la Gran Bretaña, el gran enemigo de la República Española. Desde 1939 León Felipe se integró en la conocida como España peregrina, radicado en México porque el presidente Lázaro Cárdenas acogió a los exiliados como en su propia tierra. El presidente, que no el pueblo, conviene recordarlo.

El lloro como elemento inspirador

Desde la altura de su edad se hallaba en condiciones de proponer una rotunda defensa de su poesía. Que los críticos opinaran lo que les viniese en gana sobre ella. Con el tiempo y la reiteración en la escritura lírica había conseguido obtener un estilo propio, y desde luego no renunciaría a él. Nunca escribió nada para los críticos, sino con destino a las gentes de buena voluntad deseosas de ayudar a España. Lo continuó exponiendo en el mismo poema:

Aquí no hay más acento que el mío.
Este poema lo he inventado yo…
¡Y yo impongo el único acento que me sirve!:
¡El mío!
Un versículo que yo uso ahora por vez primera.
Es un versículo que sólo se consigue con los años.
Yo tuve que cumplir ochenta años
para poder usarlo.
¡Y haber llorado mucho!

Defendía su propiedad, conquistada a costa de mucho trabajo, y añadía la confidencia de haber llorado mucho también para conseguir apropiársela. Cómo no iba a sentir brotar las lágrimas cuantas veces pensaba en España, lo que hacía a todas horas. El destierro impuesto se convierte en intolerable. Cuando fue un emigrante en tierras americanas, por propia decisión aventurera, antes de la sublevación de los militares monárquicos, se hallaba feliz en su espacio geográfico nuevo y en su trabajo intelectual placentero. El exilio político obligado, por el contrario, le hacía llorar, como canta el romance que el rey moro lloró la pérdida de su Alhama.
Al concluir el primer poema de este libro final se autorretrató a la manera de su violín, viejo y roto, y por lo tanto inservible, además de feo y llorón. Así lo narró en versos que constituyen una poética:

Y el poeta que escribe estos versos
también es viejo y feo…
Y también llora
y no sabe tampoco por qué llora…
Pero si no llora de verdad…
¡tampoco hay poema!

El poema es el llanto, porque al escribirlo se hunde en el recuerdo siempre presente de España. Al tratar de España resultaba inevitable llorar, evocando su triste suerte. Lloraba por la muerte de tantos milicianos durante la guerra, de los ejecutados por sentencia ilegal, de los fallecidos a causa del hambre, por la falta de libertades de todo tipo en su patria encarcelada y abandonada a su mala suerte por el resto de los países, aunque se considerasen democráticos.

Enigmas finales

Gritaba en nombre de todos, lanzó muchos poemas al viento para que fuesen recogidos por cualquier viandante, sin esperar otra cosa que la complicidad de los lectores para ejecutar sus peticiones. Su convicción íntima de considerar un poema como punto de referencia para la historia de la humanidad, le obligaba a tomar contacto continuo con la gente. Incluso cuando hablaba de sí mismo, o se cantaba a sí mismo, siguiendo el ejemplo de Whitman, o cuando meditaba acerca de su propia escritura lírica, actuaba como representante general de un público anónimo.
Nos conmueve leer en este último libro editado por él, que se comportaba como un médium asombrado, al transcribir involuntariamente unas voces enigmáticas que escuchaba sin entenderlas. Anunció que las publicaba para tratar de conseguir la colaboración de los lectores, a ver si entre todos comprendían su mensaje y lo interpretaban adecuadamente:

Tengo 81 años, estoy loco
y no sé para qué me trajeron aquí.
Oigo unas voces confusas
y enigmáticas
que tengo que descifrar.
A veces las escribo sin descifrar
para que las descifremos entre todos
porque no quiero que me engañe el Oráculo.

Parece un codicilo añadido al testamento, para revocar declaraciones anteriores. Confesó ignorar el sentido de la vida, la razón de haber nacido, algo que necesariamente se nos ofrece a todos los seres pensantes como un misterio irresoluble. Desde la altura de su larga vida cumplida se planteó investigar la causa de la existencia, pero debió aceptar que es incomprensible. En consecuencia, se declaró loco, debido a su ignorancia.

Un coro de voces enigmáticas

Tampoco entendía las voces que escuchaba, una voces de carácter intelectual o espiritual, no emanadas de ningún cuerpo físico, salidas no sabía de dónde ni de quiénes. Le resultaban “confusas y enigmáticas”, a pesar de lo cual las transcribía, para compartirlas con los lectores, por si acaso ellos alcanzaban a entenderlas. Nos dijo claramente que su escritura no dependía de él, sino de algo ajeno ignoto que se le imponía, algo de lo que no facilitó datos identificativos, seguramente porque los desconocía.
De acuerdo con las consideraciones expuestas anteriormente, debemos interpretar esta confesión como una referencia a eso que los psicólogos denominan el inconsciente colectivo. Le llegaba el rumor íntimo del grito lanzado por la gente engañada, traicionada, encarcelada o incluso fusilada. Una gente, en consecuencia, incapacitada para presentar su testimonio en público, por lo que León Felipe debía aceptar la misión de convertirse en su portavoz ante el mundo entero. Ignoraba por qué razonamiento de su destino le había correspondido a él precisamente realizar ese papel en la representación del gran teatro del mundo, otro enigma tan indescifrable como el del nacimiento. Sin embargo, puesto que le había sido adjudicado tenía la necesidad de cumplirlo, y de hacerlo bien.
A él podía confundirle eso que llamó el Oráculo, en su caso el rumor de las voces, aunque no habría equívocos en la opinión compartida de sus lectores. A una colectividad es posible traicionarla, pero no se la engaña. Así estaba el pueblo español en 1965, y por eso León Felipe agotaba su existencia en el exilio forzado. En esos años finales quiso dejar constancia escrita de lo que ignoraba, después de haber vivido tanto y de haber escrito tanto. Otros hallarían las explicaciones a sus preguntas. Su papel llegaba al mutis final, porque el ritmo de su corazón y el de su poesía estaban a punto de romperse. Había gritado y llorado mucho. Era el momento del relevo, para que otros se encargaran de continuar la lucha. El viejo y roto León Felipe estaba cumplido.

 

 


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