Georges Simenon. El arriero de ‘La Providence’

Acantilado, Barcelona, 2015.   

Maigret, el personaje de Simenon que, de algún modo, ha ‘humanizado’ el delito toda vez que, acercándose a considerar como pocos la debilidad humana (y hacer un ejercicio de comprensión en ello) ha dado ‘verosimilitud’ a la novela mal llamada negra, nos presenta aquí un caso más de dolor en el fondo, de soledad ontológica, tratado con la precisión propia de un observador que tiende a ver desde dentro a los personajes, al protagonista, condición que le ha valido al autor el aprecio y reconocimiento de ser un referente dentro de la novela de intriga; de la novela al fin.           “La mujer le quitó una brizna de paja de la oreja. Para mí, mi vida es mi casa, mis cacharros de latón, mis cuatro muebles –creo que si me dieran un palacio no sería feliz… Para Jean (a la sazón, el asesino moribundo que ha sido identificado por las pesquisas del inspector) su vida es su caballeriza…¡Y las bestias!”                 Jean había cometido un crimen pasional en el sentido más hondo de la palabra y Maigret, luego de un ejercicio muy minucioso de persistente indagación, como es habitual en él, ha puesto de manifiesto su delito, a pesar de lo cual el lector percibe que el inspector le comprende y casi le perdona. Mató no a su exmujer, sino su incomprensible deslealtad después de su juramento de amor.          No es en vano, desde luego, que otros escritores, desde Gide a Banville, han resaltado las cualidades literarias del prolífico George Simenon. Su minuciosidad para la descripción de los detalles de la escena, para la percepción sicológica del individuo (donde la presencia de la mujer siempre juega un papel esencial) El ritmo preciso y metódico de la narración, la aportación progresiva de elementos o matices que van iluminando y enriqueciendo la escena han constituido siempre unos rasgos de su obra que los mejores escritores han querido señalar.          De ahí que sea muy difícil eludir el comprometerse con sus tramas novelescas: a veces bajo una cierta sombra opresiva, de pobreza o soledad, pero siempre humanizadas, reflejos de la tribulación humana, de la presencia de la desatención, de la ausencia de amor. En esta novela se va colando, por ejemplo, con un ritmo persistente, casi cansino, el trajinar de las compuertas en las vías interiores de navegación, lugar físico donde transcurren los hechos.     Una lectura a todas luces implicadora, dura más reconfortante. Una variante para el ‘homo homini lupus’, que diría Hobbes (popularizando la frase de Plauto) para quien el hombre hallará, siempre, en el otro, la causa de tantos de sus males.   Un ejercicio de consciencia lleno de realismo y verosimilitud.                                                                 

Ricardo Martínez


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