Currar para escribir

Los grandes astros del universo literario se han buscado la vida como saltimbanquis, panaderos, carteros, conductores de autobús o verdugos para sobrevivir a su carrera como escritores

PEIO H. RIAÑO Madrid 04/08/2011 08:00 Actualizado: 04/08/2011 15:15

Antes de alimentarse tuvieron que hacer lo inevitable para comer: trabajar en lo que fuera. Trabajar como burros. Trabajar y dormir poco para leer, escribir y hacer lo que fuera para resistir al rodillo de la explotación. William Faulkner compró un uniforme de la RAF al final de la Primera Guerra Mundial y entró en Oxford (Misisipi) cojeando. Dijo que había sufrido un accidente aéreo y consiguió empleos de guardarropa, regidor de teatro, cartero y por la noche cargaba la caldera de carbón de la universidad. Mientras tanto, cuando podía, escribía cuentos con los que ganó algún dinero, hasta que acabó comprando una casa de estilo colonial, con dos criados negros y dedicando 12 horas diarias a la escritura.

La libertad tampoco era suficiente. Alimentarse para vivir era tan esclavo como vivir para comer. A George Perec le costó dejar su empleo de documentalista en un laboratorio médico, a pesar de ser reconocido como escritor. Rechazó ofertas de ascenso porque pensaba que si para un escritor es peligroso hacer carrera en su empleo, peor era depender de la escritura para vivir. Muchos otros coincidían con él en que en 40 horas semanales no había tantos minutos como para dejar sin un segundo su producción literaria.

Sólo cuando lo jubilaron en 1932, Raymond Chandler (1888-1959, EEUU) se planteó seguir un curso de escritura por correspondencia. Firmó su primera novela, El sueño eterno, a los 51 años de edad, la familia petrolera para la que trabajaba como contable le había mandado a casa con 44 años, con una jubilación de cien dólares al mes.

Pero 20 años atrás, la hoja de la vida laboral del creador de Philip Marlowe era tan larga como la lista de sus cuentos no publicados. Su primer trabajo fue en Londres, para la Marina real inglesa, en la sección de aprovisionamiento, donde debía registrar municiones. Creía que le quedaría tiempo para escribir poesía, pero encontró un trabajo "completamente embrutecedor", y entonces pensó en el periodismo. Tan tímido como incapaz de elaborar noticias, lo despedían antes de terminar su periodo de prueba, recuerda Daria Galateria en el libro Trabajos alimenticios. Los otros oficios de los escritores, que en septiembre publicará la editorial Impedimenta.

En Nebraska y California, Chand-ler pasó por 36 trabajos más. Todos le decepcionaron por igual: recoger albaricoques diez horas al día, 20 centavos la hora; encordar raquetas de tenis, 12 dólares y medio por semana de 54 horas laborales Hasta que vio la luz: la contabilidad sería su salvación. Su carrera "creció tan rápidamente como una secuoya" gracias a las cuentas de las empresas para las que trabajó durante dos décadas.

En el gran boom petrolífero de Los Ángeles, Chandler entra a trabajar para Dabney, la segunda gran petrolera tras Shell. Asistía al contable de la empresa, que en 1923 fue arrestado por fuga de capitales. El sucesor murió de un ataque al corazón sobre la mesa de trabajo y entonces Chand-ler fue nombrado jefe de contabilidad. Y al poco, subdirector. Le llamaban "el genio": "He sido el mejor manager de Los Ángeles y posiblemente uno de los mejores del mundo", dijo.

Sólo cuando acabó harto de todo eso y logró la jubilación anticipada pudo destripar la vida de los criminales y otros parásitos corruptos de ese mundo de ricos al que Chandler había lavado sus miserias.

Quizás el escritor más incompatible con las obligaciones laborales fue Charles Bukowski (1920-1994). Alentado por un padre dispuesto a acabar con cualquier esperanza huyó de casa a los 19 años, cuando su progenitor tiró por la ventana sus escritos, la máquina y su ropa tras descubrir que el muchacho no usaba la máquina para hacer sus deberes. Pasó por almacenes, se alimentó de chocolatinas, frecuentaba bares deprimentes, vivió en barracas con el techo de cartón embreado, las revistas rechazaban sus cuentos y prefería morirse de hambre a retomar un trabajo regular.

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