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Quemar la obra

En Farenheit 451 Ray Bradbury se imaginó una sociedad del futuro en la que los libros estarían prohibidos y existirían bomberos dedicados a quemar cualquier volumen.

Por desgracia, la historia nos ha dejado terribles incendios y saqueos de bibliotecas y libros imprescindibles como la mítica Biblioteca de Alejandría, que quedó totalmente destruida, la Biblioteca Real de Asurbanipal, la quema de códices mayas que mandó realizar Diego de Landa, obispo del Yucatán o el horror de la quema de libros perpetrada por los nazis del III Reich.

En el decurso de la historia miles de libros han sido destruidos y quemados para intentar censurarlos, algunos manuscritos se han perdido en la hoguera por simple desgracia, el manuscrito de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, quedó calcinado en un incendio fortuito de su cabaña en la Columbia británica.

En plena crisis creativa muchos autores han decidido romper a quemar sus obras, presos de la desesperación: Mijaíl Bulgákov tiró al fuego la primera versión de El maestro y Margarita; Stephen King lanzo a la pira las primeras páginas de su novela Carrie; Gógol lanzó a las llamas la segunda parte de Almas Muertas, antes de dejarse morir por inanición; Joyce lanzó a la hoguera su novela Stephen el héroe, aunque su mujer logró salvarla. Lord Byron hizo que ardieran sus memorias poco antes de su muerte, el poeta decía que el placer de quemar sus palabras no era menos grande que el de imprimirlas.

 

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Franz Kafka, que le pidió a su amigo Max Brod que quemara todos sus escritos tras su muerte, por suerte para el  mundo este no respetó la voluntad del difunto, lo mismo le ocurrió a la poeta Emily Dickinson, que le pidió a su hermana que su obra terminara en las brasas.