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El mundo literario de Ana María Matute

 

 

La muerte de Ana María Matute, tras una larga infancia, -tal como ella decía ““La infancia es el periodo más largo de la vida”-, es una buena excusa para despejar ciertos prejuicios sobre su obra.

Su reivindicación personal de la infancia, el mundo propio que se había forjado de extrema fantasía en su obra, ha dado la impresión errónea (en aquellos que no la han leído) de que se trata de una obra dulce y “femenina” en el sentido maternal del término. Nada más lejos de la realidad, el mundo de Matute se forjó en la infancia, sí, pero en una infancia demoledora que se encontró de pleno con la guerra civil, y que la obligó a enfrentarse cara a cara con la muerte y las atrocidades.

El mundo de Ana María Matute era el de la fantasía, pero una fantasía complemento de la vida real, que no dialoga con ella sino que es parte de una misma realidad:    “Siempre he creído, y sigo creyendo, que la imaginación y la fantasía son muy importantes puesto que forman parte indisoluble de la realidad de nuestra vida”. Por ello, sí, su mejor amigo, el más fiel y el más antiguo, fue su muñeco Gorogó, que le trajo su padre de un viaje de Londres cuando tenía cinco años, y la acompañó toda su vida, incluso la esperó, como ella misma dijo, en la habitación del hotel cuando recogió el más prestigioso premio de las letras, el Premio Cervantes. En ese mismo discurso la escritora reivindicaba los relatos de infantiles pero los de verdad, los que se enfrentan a la vida en toda su complejidad y te hacen crecer:

“Sobre la famosa crueldad de los cuentos de hadas -que, por cierto, no fueron escritos para niños, sino que obedecen a una tradición oral, afortunadamente recogida por los hermanos Grimm, Perrault y Andersen, y en España, donde tanta falta hacía, por el gran Antonio Almodóvar, llamado «el tercer hermano Grimm» -, me estremece pensar y saber que se mutilan, bajo pretextos inanes de corrección política más o menos oportunos, y que unas manos depredadoras, imaginando tal vez que ser niño significa ser idiota, convierten verdaderas joyas literarias en relatos no sólo mortalmente aburridos, sino, además, necios.¿Y aún nos preguntamos por qué los niños leen poco?”.

Había dicho en más de una ocasión: "Todos nos acostamos con el lobo, pero lo que no podemos hacer es confundirlo con la abuelita. Caperucita era tonta”.

No podríamos despedirla con mejores palabras y propósitos que el que requería  al final de su discurso del Premio Cervantes:

“Si en algún momento tropiezan con una historia, o con alguna de las criaturas que trasmiten mis libros, por favor créanselas. Créanselas porque me las he inventado”.

Háganlo, por favor, créenselas, al leer sus obra.