Manuel Azaña y Albert Camus: una reflexión sobre el poder absoluto

Arturo del Villar

EL centenario del nacimiento de Albert Camus nos invita a releer su obra literaria. En ella destaca la tragedia Calígula, que fue muy bien recibida por la crítica cuando se estrenó, en el Théâtre Hébertot, de París, el 26 de setiembre de 1945, poco más de un mes después del final de la guerra mundial. Es cierto que la tragedia contiene los elementos dramáticos requeridos para ser considerada una excelente obra teatral, pero es probable que contribuyese al éxito el hecho de abordar el tema tan actual de la puesta en práctica del poder absoluto, según lo ejecutaron los dictadores nazifascistas vencidos, y también los dos que continuaban mandando en España y Portugal. La tragedia de Camus es original y desarrolla asuntos habituales en su escritura, de modo que no tenemos ningún motivo para buscarle influencias. Pero sí es posible relacionarla con otra tragedia anterior que aborda un tema inspirador semejante, La Corona, compuesta por Manuel Azaña y muy poco leída y todavía menos representada. Con objeto de evitar notas innecesarias, las citas de Azaña se hacen por sus Obras completas, en siete volúmenes, editadas en Madrid por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales en 2007, indicando el número del tomo en números romanos y el de la página en arábigos. Las citas de Camus son traducciones propias hechas por la edición de Le Malentendu, suivi de Caligula, nouvelles versions, impresa en París para Gallimard en 1958, señalando el acto en números romanos y la escena en arábigos. ESTRENAR A TIEMPO La compañía de Margarita Xirgu estrenó el sábado 19 de diciembre de 1931, en el Teatro Goya, de Barcelona, una obra dramática del primer jefe del Gobierno constitucional de la República y ministro de la Guerra, Manuel Azaña: La Corona. Fue un acontecimiento político y social. Se agotaron todas las localidades, e incluso hubo incidentes ante las taquillas, al pretender muchos ciudadanos conseguir una inútilmente. En el palco de honor se encontraba Francesc Macià, presidente de la Generalitat, con su esposa y su hija María, y no faltaron otras autoridades barcelonesas, civiles y militares. La obra no alcanzó el éxito de las representaciones más aplaudidas en los escenarios españoles en torno a 1930, por lo que no se mantuvo mucho tiempo en cartel, lo mismo en Barcelona que después en Madrid. Es comprensible, ya que Azaña quiso plantear una reflexión sobre el poder político, la libertad y la tiranía, temas que interesan a la gente razonadora, pero son aburridos para espectadores burgueses acomodados. Su tragedia no se amoldaba a los criterios habituales en el momento del estreno, sino que se adelantó a su tiempo y a las inquietudes de los espectadores españoles en aquellos años, pertenecientes a la burguesía alta. Sin entrar en discusiones sobre las cualidades dramáticas distintivas de La Corona y de Calígula, debe reconocerse que la obra de Camus fue estrenada en el momento oportuno, mientras que la de Azaña lo hizo a destiempo. Es muy probable que si hubiera sido posible reponer La Corona después de finalizada la guerra, habría obtenido un buen triunfo escénico, pero tal cosa era impensable en la España sometida a la dictadura, que veía en Manuel Azaña con toda razón a su peor enemigo, porque encarnaba los ideales de la República. A mediados del siglo XX, de ser factible, podría haber alcanzado un gran éxito en los escenarios europeos, donde se representó el teatro reflexivo que inquietaba al público, después de haber tenido que replantearse todos sus valores éticos e incluso humanos. Sin embargo, la situación política no propició esa idea. Entonces era imposible imaginar siquiera su puesta en escena dentro de la gran cárcel en que estaba convertida España, y en los restantes países europeos no se reconocía al autor como dramaturgo, sino como un político, y no era el momento oportuno para demostrar sus cualidades teatrales. Es el motivo de que La Corona no haya conseguido la calificación merecida, al haberse anticipado a su época propicia. LA INSPIRACIÓN Y EL ESFUERZO Conocemos bien la génesis de La Corona, por estar descrita en el diario de Azaña. Con motivo del estreno en Barcelona dejó constancia del nacimiento de la tragedia a causa de una inspiración momentánea, la del primer acto. Después sucedió el esfuerzo creador, la tarea del literato que debe terminar lo que se le ha puesto entre las manos, es decir, formalizar el arrebato primerizo, con arreglo a una técnica. Los tres actos de la obra se sitúan sobre escenarios diferentes, y sus acciones son igualmente diversas. No se sujetó el autor a ninguna ley clasicista, pero necesitaba consolidar las acciones dramáticamente, como es obligado. Sus confidencias ilustran bien el trabajo ejecutado aquellos días de la redacción: Escribí La Corona en febrero del 28. Me ocupó las tardes de veinte días. Es lo primero que he hecho para el teatro. Comencé por la escena primera del acto primero y la obra me salió toda seguida, […] Leí el primer acto a unos amigos, que lo encontraron bueno; pero entre bromas y veras, alguno me retó a que escribiese el segundo, diciéndome que no me creía capaz de hacerlo igual que el primero. Lo escribí. Y al necesitar un tercer acto, recuerdo que hice un esfuerzo de imaginación para levantarlo sobre los dos primeros, como quien levanta una cúpula. Esto está razonado en el acto tercero mismo, con palabras del duque Aurelio. (III, 875 s.) Resulta muy interesante saber que el primer acto fue debido a una inspiración relacionada con una circunstancia vital, en concreto su enamoramiento de Dolores de Rivas Cherif. Allí tal vez insertó las palabras que pretendía decir a su enamorada. El segundo acto ya tuvo que ser elaborado, y ahí es donde surge la cuestión política que iba a convertirse en la pasión vital de Azaña. Finalmente, el tercero es tarea de escritor que pone todos sus conocimientos y sentidos en el cierre final, como lo podría hacer un arquitecto: por eso anotó que había levantado una cúpula para concluir el acabamiento del edificio dramático. La inspiración no bastaba más que para el arranque del escenario; después había que utilizar los recursos estilísticos propios de una representación teatral. AL PRINCIPIO ES EL AMOR En el momento inicial el interés de la aventura presentida se concreta en la tensión erótica de quienes pueden ser tomados como protagonistas, cuando se alza el telón por primera vez. El mismo autor hace referencia en su diario a la inquietud amorosa que le dominaba en la época de la escritura, unos meses antes de su boda con Dolores de Rivas, a quien dedicó la obra al editarla en 1930, aunque ocultó su nombre bajo las iniciales. La dedicatoria está fechada en febrero de 1928, y la boda se celebró exactamente un año después. Comprendemos que el novel dramaturgo pasase a la obra sus inquietudes y meditaciones acerca del amor. No en balde había cumplido 48 años en aquel mismo mes de febrero de 1928, una edad en principio alejada de los romanticismos juveniles, que incluso resultan ridículos para quienes los miran desde fuera. El acto inicial se desarrolla como una historia de amor dificultosa, que sus protagonistas intentan culminar felizmente. Los problemas que golpean a Diana y Lorenzo pueden ser una sublimación de las dudas padecidas tal vez por Azaña, al pensar en su matrimonio con una muchacha más joven y de educación burguesa y religiosa. Quizá de sus meditaciones surgió inconscientemente ese primer acto que conformó en concreto a unas figuras hasta entonces perdidas en el subconsciente. Es posible que así fuera el arranque de la inspiración. Hasta entonces el autor sólo se había interesado por el teatro como espectador y traductor, ya que sus escritos de ficción eran narraciones. Parece comprensible que sus inquietudes se encarnaran en personajes escénicos. En el momento de la escritura constituía la política un elemento fundamental en la vida del autor. Se hacía inevitable, por ello, que trascendiese a la escritura e impregnase toda la obra. Pasó por delante y por encima de la anécdota erótica, por muy fuerte que fuese en aquellos instantes. Solamente en aquellos instantes, en efecto, mientras que el ánimo político permanecía esencial. A fin de cuentas lo importante no es la circunstancia amatoria momentánea, sino la vocación política aceptada mucho antes y hasta el final. EN UN MUNDO ABSURDO Camus redactó Calígula entre 1938 y 1942, es decir, entre la guerra librada en España y la que se extendía por el mundo. En España había triunfado el exgeneral rebelde que la dirigió, y que a su término implantó una sangrienta y espantosa dictadura personal, organizada para consolidar su poder ilimitado sin opositores vivos. En Europa y parte de África imponía su autoridad un dictador nazi, que anunció su propósito de asentar un imperio genocida conducido por la raza aria, y el exterminio total de los enemigos. Al escoger la figura del emperador romano Calígula para protagonizar su tragedia, derivó algunas situaciones hacia el momento presente, y así lo entendieron los espectadores. En el tiempo de escritura de Calígula estuvo tomando notas y redactando El mito de Sísifo. Ensayo sobre el absurdo, aparecido en octubre de 1942, como una escenificación del absurdo de vivir en unas circunstancias carentes de sentido. Si el castigo de Sísifo, consistente en subir a lo alto de una montaña una gran piedra que desde allí cae, obligando a repetir la escena eternamente, es absurdo, las guerras libradas por los seres humanos resultan asimismo absurdas, porque todos los conquistadores se mueren y los imperios se terminan. Igual que en el arranque de La Corona, también en Calígula semeja plantearse al inicio un asunto erótico: el emperador ha desaparecido sin dejar rastro, y sospechan los patricios que se debe al dolor que le ha causado la muerte de su hermana y amante Drusila. Toda Roma se halla conmocionada. El amor parece ser el motivo de un enorme dolor causado por una muerte. Sin embargo, el emperador aparece de pronto, sucio, cansado y cubierto de barro, y explica tranquilamente que la muerte de Drusila no le ha inquietado lo más mínimo, puesto que sabe que todos los seres humanos hemos de morir más tarde o más temprano. Lo que estuvo haciendo fue intentar apoderarse de la Luna, simplemente porque lo tiene todo en la Tierra, como dueño del imperio más poderoso de su tiempo, excepto la Luna que está en los cielos, y su poder omnímodo no le sirve para alcanzarla y poseerla, según su voluntad. EL TODOPODEROSO JEFE Volvamos a La Corona, para asistir al verdadero planteamiento del Aurelio, al levantarse el telón del segundo acto, el público (o el lector) advierte de inmediato que es el protagonista de la obra. Sus palabras amplifican la tesis de la representación, y los restantes personajes van a limitarse desde ese instante a replicar a sus decisiones, pendientes de él por entero, no solamente porque de hecho detenta el poder soberano, como vencedor de una guerra civil, sino porque es la personalidad mejor definida, y en consecuencia el personaje mejor caracterizado. La Corona es Aurelio. Puede despistar a los espectadores el hecho de que sea Diana la primera persona en hablar cuando se inicia la representación, así como la declaración de que es la princesa, y por tanto se enlaza con la corona real que da título a la tragedia. Además, en el caso de su estreno la suposición se volvía aún mayor, por cuanto la compañía encargada de la representación era la de Margarita Xirgu, primera actriz de la escena española, de modo que su papel debiera ser el principal. Pero ella sabía que no era así. De hecho, y al parecer de derecho también, la corona real de ese hipotético país en donde transcurre la acción le pertenece al Duque Aurelio, porque los notables del reino se la han ofrecido, según él mismo reconoce en dos escenas del segundo acto, aunque se burla diciendo: ¡Cuánta generosidad! ¡Ofrecerme una corona de la que yo sólo puedo disponer! (II, 736.) La corona, en efecto, es propiedad de Aurelio, por derecho de conquista y por elección de los ciudadanos. Podría instaurar su dinastía si quisiera, creando una legitimidad nueva, pero es lo bastante inteligente para no hacerlo. Como dueño de la corona, se la ofrece a la princesa, en lo que de hecho constituye una instauración debida únicamente a su voluntad. Es un político sin ambiciones, que ha tenido necesidad de intervenir en una guerra y lo hizo con sencillez, por obligación de su cargo. Si carece de pretensiones regalistas, los demás sentimientos humanos también los supedita a la actuación política. UN REALISTA Por mostrarse muy sincero alguien podría decir que es un cínico, pero no es cierto. Es un realista, en el sentido de acomodarse a las conveniencias de cada situación. Al comienzo de ese segundo acto que señala cuál es la intención comunicadora del autor, el Duque Aurelio conversa con un periodista extranjero, en diálogos que sirven para que los espectadores comprendan cuanto antes la idiosincrasia del personaje. Y cuando el periodista le confiesa su extrañeza por descubrir en él a un político profundo, cuando esperaba encontrar solamente a un militar, responde: La guerra y la política son la misma cosa, al menos en mi vida. La guerra es un suceso normal en la política, aunque no sea habitual. Yo he administrado siempre una guerra a mi país cuando no he podido hacer la política de otra manera. (II, 734.) Desde luego, las opiniones del personaje no son las de su autor. Será absurdo equiparar al Duque Aurelio con Manuel Azaña, basándose en que ambos ejercitaban el poder político. De ser eso factible también habría que identificarlo con Lorenzo, habida cuenta de que ambos se hallaban enamorados. No existe ningún motivo para proponer tales comparaciones. El dramaturgo vive su vida fuera del escenario. EL AUTOR Y SUS PERSONAJES Tampoco es aceptable que todas las palabras adjudicadas a un personaje por el autor de la obra literaria correspondan a su misma personalidad. En las obras dramáticas confluyen personajes muy variados y opuestos, ya que si todos opinaran lo mismo no se producirían situaciones representables ante el público. Para que sea posible el diálogo es imperiosa la disparidad de opiniones. De hecho, el político Azaña jamás consideró que la guerra y la política fueran la misma cosa en su vida. Por el contrario, mientras dirigió el ejercicio cotidiano del poder pretendió evitar el conflicto armado, y cuando eso no fue posible, por motivos muy ajenos a su voluntad, buscó la manera de alcanzar una solución factible, desde el acatamiento de la paz, la piedad y el perdón entre todos los implicados, con el principio inalienable de que resultase justa. Lo que conviene resaltar ahora está implícito en el parlamento citado de Aurelio: se trata de un político puro, esto es, sin mezcla de otras consideraciones, que por ello se siente capaz de actuar impuramente desde un punto de vista humano, por requerirlo así las circunstancias históricas sobrevenidas. El arte de la guerra implica, lo mismo que el de la política, una porción de impureza imprescindible para triunfar. Aunque el escenario represente una tienda en un campamento bélico, el Duque Aurelio no es un soldado profesional, ni pertenece tampoco a la nobleza por el hecho de ser titular de un ducado: es eminentemente un político, al que las circunstancias mantienen al frente de un ejército, por ser la guerra una consecuencia derivada de la política. Expresa con tanta claridad su pensamiento que desbarata la imagen forjada de antemano por el periodista, al comprender la lógica implacable que guía sus ideas lo mismo que sus tácticas militares. LA LÓGICA DEL PODER TOTAL En algún momento, las palabras de Aurelio encuentran su eco en las que pronuncia Calígula, cuando el Intendente del palacio le explica que debe olvidar sus veleidades para ocuparse intensamente del Tesoro Público. El emperador, como única potestad indiscutible, le ordena que haga testar a todos los patricios a favor del Estado, y a continuación los vaya matando según aconsejen las necesidades del erario, para entrar en posesión de la herencia dejada. Admite que robar y gobernar son lo mismo, como todos los ciudadanos saben por experiencia, pero cada uno lo hace a su manera. Ya que es el emperador, él quiere hacerlo suntuosamente, a lo grande, para que se note su autoridad. A las objeciones interpuestas por el Intendente replica de forma airada: Escúchame, imbécil. Si el Tesoro tiene importancia, entonces la vida humana no la tiene. Está muy claro. Todos los que piensan como tú deben admitir este razonamiento y despreciar su vida, puesto que tienen dinero para todo. En resumen: he decidido ser lógico, y ya que tengo el poder, vais a ver lo que os cuesta la lógica. Exterminaré a los contradictores y las contradicciones. Si es necesario, empezaré por ti. (I, 8.) Es la manifestación más exacta del absolutismo político. El acaparador del poder político absoluto se convierte inevitablemente en un dictador. Puesto que tiene el poder, Calígula impone su lógica, que es un disparate completo desde el punto de vista social, pero que al sancionarlo él con su voluntad se transforma en ley positiva obligatoria, destinada por ello mismo a ser acogida resignadamente por los súbditos. En teoría, las leyes buscan procurar la felicidad de los sometidos a ellas, así que por simple lógica deben recibirlas con aprobación. Todo depende de la interpretación que se haga de la lógica. EXPRIMIR A LOS VASALLOS La tesis resulta muy semejante a la sostenida por el Duque Aurelio. Posee todo el poder, luego puede y debe ejercerlo a su manera, sin preguntar a nadie la opinión que le merecen sus decisiones. Desea, naturalmente, facilitar el bienestar de sus súbditos, cosa que parece depender en exclusiva de su voluntad todopoderosa, inspirada en su inteligencia preeminente sobre las demás. Desde su punto de vista, por supuesto. En la conversación con el periodista extranjero, que es nuclear en La Corona, confiesa Aurelio que el político debe exprimir el corazón de sus subordinados, unos simples vasallos sometidos, para observar su comportamiento. De modo que se trata de ejecutar un experimento sociológico, del que se deduzcan unas consecuencias aplicables en la mejora de las condiciones de vida de los sujetos de estudio. Pone como condición que el político sea artista, pero también puede ordenar su plan cuando se trata de un simple curioso que desea examinar una situación límite: A los hombres, es decir, a su espíritu, a su corazón, hay que… exprimirlos para ver qué dan de sí cuando uno es artista o simplemente curioso; para que den de sí la mejor cosecha cuando uno es hombre de acción. De ese modo he tratado yo a mi pueblo, sin esperar a que los profetas mejoren la condición humana. Vea usted el resultado: no es fastuoso ni será eterno; ¡¡pero es!! (II, 737.) Lo mismo Aurelio que Calígula, son artistas que ejercitan el poder absoluto con el que se encuentran en las manos. El emperador romano sigue una idea personal de la lógica, seguramente distinta de la sostenida por la casi totalidad de los seres lógicos, quienes con mucha probabilidad juzgan que está loco. Pero obedecen. Lo mismo que el Duque Aurelio, también Calígula desea exprimir a sus vasallos, para comprobar lo que son capaces de hacer. Por eso les somete a toda clase de humillaciones, que ejecutan al pie de la letra para no disgustar al tirano y provocar su peligrosa ira. Al joven Escipión, que suele comprender las decisiones de su emperador, le explica así la utilidad de detentar el poder: Se trata de realizar lo que no es posible, o más bien de hacer posible lo que no lo es. […] Al fin entiendo la utilidad del poder. El poder brinda una oportunidad a lo imposible. Desde hoy y en lo sucesivo, mi libertad deja de tener limitaciones. (I, 10). En su opinión, ese conocimiento concede la libertad absoluta al que lo sabe. Es una cuestión íntima, que el ser humano debe plantearse en solitario y solucionar a su manera. Claro que las maneras puestas al servicio de un tirano resultan muy superiores a las de sus vasallos. EL POLÍTICO COMO ARTISTA El personaje creado por Azaña es un artista que sirve a la política. No anhela el absolutismo para él por el simple hecho de ejercitarlo, sino que lo coloca al servicio de una idea estética. Tal vez esa idea no sea estrictamente un ideal, pero es la norma que le guía, y la única que le interesa seguir. Desde luego, es libre para elegir, tiene que hacerlo. Sin embargo, su elección personal implica varios elementos decisivos ajenos a él, a los que se somete voluntariamente como político responsable. Puesto a elegir, preferirá los que resultan más estéticos dentro de sus fines. En realidad siempre se ha hablado del arte de la política, aunque no en el sentido de considerarlo una de las bellas artes. En este aspecto Aurelio es el verdadero artista político. Ahora bien: si él elige imponer su voluntad a los vasallos, les priva a ellos de su capacidad decisoria. Por cuanto están incapacitados para elegir, carecen de la condición de seres humanos, y se convierten en cosas. El peligro de aplicar la estética a la política radica en que si se lleva hasta sus extremos posibles llega a ser la negación de los caracteres humanos para los vasallos, y permite el exterminio total de los enemigos. Al protagonista de la tragedia escrita por Camus no le gusta el mundo sobre el que domina, según asegura en las escenas cuarta y décima del primer acto, de modo que pretende cambiarlo, puesto que posee el poder para hacerlo. Y si no para hacerlo, al menos para intentarlo a su manera, que es la del amo sobre los siervos. Por ejemplo, ordena cerrar los graneros públicos, para que el pueblo pase hambre: He dicho que mañana empezará la hambruna. Todo el mundo sabe que la hambruna es una plaga. Mañana empezará la plaga… y la detendré cuando me dé la gana. (Se lo explica a los demás.) Después de todo, no tengo tantas maneras de demostrar que soy libre. Siempre se es libre a costa de otro. (II, 9.) Naturalmente, los dictadores lo son a costa del pueblo que los soporta. El tirano se demuestra a sí mismo que es libre eliminando la libertad de sus vasallos. Es la diferencia entre los regímenes democráticos y los dictatoriales. En las democracias todos son iguales ante la ley, y los gobernantes deben cumplirla y responder por su cumplimiento. En la dictadura la ley la impone, interpreta y ejecuta el dictador, que no necesita justificarse ante nadie. Según decía el dictadorísimo español, solamente ante su dios y ante la historia. Es lo que suponen todos ellos. RETRATOS DE DICTADORES Cuando Azaña estrenó La Corona empezaban a imponerse los fascismos en Europa. Cuando Camus estrenó Calígula se los acaba de vencer, después de la guerra más inhumana padecida en toda la historia. Cada uno a su manera, Azaña y Camus deliberaron filosófica y dramáticamente acerca del poder llevado a sus extremos. Los dos coincidieron en las conclusiones, porque su talante mantenía puntos de encuentro desde su inalienable defensa de la democracia, así que sus personajes también debían coincidir en sus rasgos característicos. El país imaginario y la Roma imperial son lugares fuera de un tiempo y un espacio concretos. Los dos protagonistas ejecutan un ejercicio de realismo a partir de su entendimiento de la lógica. Pese a su falta de atención al poder, ninguno de los dos lo delega ni renuncia a practicarlo, aunque no sea en su propio beneficio. Sea cual fuere su situación, ellos mantienen el poder soberano, porque se han identificado con él: su esencia consiste en ser políticos, y por lo mismo es inalienable. Aurelio y Calígula son arquetipos del poder omnímodo. Los dos responden a una misma situación política, en la que una persona adquiere el poder absoluto por algún motivo, herencia o conquista, y lo ejerce dictatorialmente. La cronología demuestra que Azaña se anticipó en el modelado del personaje, mientras que el escritor francés forjó las características del suyo después, y lo que es mucho más significativo, después de haber padecido un tipo real de dictador omnipotente, causante de la mayor tragedia de la historia humana desde que existe el ser humano, que es el más sanguinario de los seres existentes. El dictador que sufrió Azaña desde 1923 a 1930 fue un auténtico dictador militar, pero no alcanzó el grado de perversidad del alemán, y ni siquiera del que iba a erigirse en la misma España, tras sublevarse contra la República presidida por Azaña precisamente. Por lo tanto, Aurelio es una figura literaria, creada para incitar a los espectadores a reflexionar sobre los avatares del poder absoluto. Está muy claro que Azaña quiso llamar la atención de los espectadores sobre un peligro real entonces, así que no pudo estrenar la obra hasta la implantación de la República. ENAMORADOS NADA HEROICOS Pero tampoco era el momento adecuado, precisamente por haber acabado la dictadura militar poco antes, y además plantear un asunto teórico. La Corona pasó por los escenarios de Barcelona y Madrid con más pena que éxito. Si no la entendieron los actores, dirigidos por el cuñado del autor, hemos de sospechar que tampoco los espectadores sabrían vislumbrar cuál era el verdadero argumento de la tragedia que veían. Los dos personajes que llenan el primer acto son meros comparsas en el conjunto de la obra. La princesa Diana carece de ideales. Al finalizar ese acto confiesa a uno de sus partidarios, herido y a punto de morir por defender su causa, que únicamente le interesa el amor de Lorenzo, que él es su único reino, de modo que cuantos combatieron por ella habían perdido el tiempo, y algunos también la vida. En el segundo acto acepta la corona que le ofrece Aurelio entre dudas sobre ella misma, indecisa por no poseer unos ideales y ni siquiera ideas. Y en el acto tercero, después de haber traicionado plenamente la confianza de sus partidarios, abandona también a Lorenzo: le asegura que le odia, le llama loco por mantenerse fiel a sus ideales, y ordena que lo expulsen del palacio, hasta provocar su muerte por la actuación de los policías. Es una pobre mujer que no sabe lo que quiere ni lo que hace, pero que lleva al desastre a sus seguidores. Tampoco Lorenzo posee los rasgos precisos para ser el héroe de la obra: es un falso idealista, un revolucionario sin revolución, un espíritu dominador sin ninguna pureza. Demuestra ser un egoísta que solamente aspira a conseguir el amor de Diana, un amor posesivo, puesto que pretende anular la voluntad de la princesa y someterla a la suya. Se ha mostrado implacable durante la guerra, ordenando feroces represalias, como le confiesa a Diana en el último diálogo que sostienen a solas, y pretende continuar siéndolo como amante. En resumen: los que pudieran ser considerados idealistas resultan ser unos traidores a sus ideales. MORIR SIN IMPORTAR CÓMO Calígula desprecia a sus súbditos por mostrarse muy serviles ante él, atemorizados por la posibilidad de ser ejecutados según el capricho imperial. Parece deducirse de su actitud que él no teme a la muerte, al saberla conclusión forzosa de la vida, y por lo mismo no importa en qué momento de la historia humana fallece una persona insignificante en el devenir histórico. Matar o morir son expresiones de la misma realidad. Todos los vivientes estamos condenados a muerte, debido a las leyes naturales de la biología. Por consiguiente, todos somos reos de muerte, sin que importe fallecer en una cama o ante un pelotón de fusilamiento. Desde luego, se trata de la lógica del tirano, que se considera amo de las vidas de sus vasallos, y por lo mismo juega con ellas a su capricho. Explica el emperador a sus asustados vasallos que está escribiendo un tratado sobre la ejecución, para que lo valoren como una advertencia o una amenaza, y actúen en consecuencia. En el tratado expone este silogismo implacable, que no necesita explicaciones: Se muere por ser culpable. Se es culpable por ser súbdito de Calígula. Ahora bien, todos son súbditos de Calígula. Luego todos son culpables. De donde se deduce que todos deben morir. (II, 9.) Desde ese convencimiento se encuentra capacitado para quitar la vida a quien le resulta molesto. Pero también para no tomar ninguna medida contra quienes organizan una conjura para matarle. Tal es su voluntad, y la aplica ignorando la denuncia que le presenta uno de los conjurados, o quemando la tablilla con la relación de sus nombres (III, 4 y 6). Cuando llega a su consumación la tragedia, Calígula mata a su fiel amante Cesonia, intérprete de todos sus deseos, advirtiéndole que ella también era culpable, de esa culpa colectiva explicada antes y achacable a todos sus súbditos. Sin embargo, en la gran escena final, mientras espera la llegada de los conjurados decididos al fin a tomar venganza por las humillaciones soportadas durante tanto tiempo, se considera culpable en un mundo de reos: ¡Calígula! También tú, también tú eres culpable. O sea, que en el fondo es igual un poco más o un poco menos…¿Pero quién osaría condenarme en este mundo sin juez, en el que no hay nadie inocente? (IV, 14.) El único juez aceptable para él sería él mismo, y no deseaba intervenir en el proceso. Todos sus vasallos eran culpables por el simple hecho de serlo, aunque admitía al final que también él era culpable, por estar vivo. Siente algún temor ante la muerte próxima, pero se sobrepone, y al romper el espejo en el que se contemplaba grita que está entrando en la historia, continuación de la muerte. Parece que eso le importa con preferencia sobre el conservar la vida otro poco más de su tiempo finito. INSTAURADOR DE LA MONARQUÍA El Duque Aurelio se asegura él también la entrada en la historia: como detentador del poder, puede utilizar su símbolo, la corona, conforme a sus propósitos, ya que la adquirió después de ganar una guerra, y se la han ofrecido los notables del reino. Rechaza ser el rey. Parece que no era eso lo que buscaba. Quería imponer su voluntad a todos. La decisión de Aurelio consiste en instaurar una monarquía por su antojo, no en su persona, sino en la princesa Diana, que era la destinada a ser reina por herencia biológica. No hace una restauración, sino una instauración: tal va a ser su obra, emanada de su voluntad, porque él es el dueño del poder absoluto. No podía imaginar Azaña que una situación así iba a representarse en realidad en 1969, cuando el militar sublevado que derrotó a la República y se convirtió en dictadorísimo anunció que instauraba una monarquía para perpetuar su régimen, designando sucesor a título de rey a quien le pareció más adecuado para continuarlo. La vocación política de Azaña se complació en pergeñar las formas del poder político para exponerlas en un escenario. No importa que la inspiración de La Corona surgiera de un impulso amoroso, emanado de su propia situación vital. Sucedió lo inevitable en una persona entregada a la acción política: le ganó le tema principal de sus inquietudes cotidianas, y hasta fue capaz de prever algo que iba a realizarse después de su muerte: la ficción se convirtió en realidad. Son dos personalidades muy complejas las de Aurelio y Calígula. Usan el poder absoluto que detentan, pero sin disfrutar por ello. No les interesa conservarlo, y cada uno a su manera renuncia a él, uno instaurando una monarquía, y el otro sacrificando su vida.

 


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