CÓRDOBA EN EL DIVÁN                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                     Los primeros relatos del libro me recuerdan a la Arcadia, aquella región montañosa del Penepoleso en Grecia, donde impera la felicidad, la sencillez y la paz. Un ambiente idílico habitado por pastores que viven en comunión con la naturaleza. A diferencia de Utopía de Tomás Moro, que es un artefacto del hombre, o mi novela Maqueronte que es un caos de ciudad, aunque al final se regenera. Esta Córdoba, similar a la Arcadia, es vista como el resultado espontáneo de un modo de vida natural, no corrompido por la civilización, en un principio. También me recuerda a las Bucólicas de Virgilio. Los pastores de Virgilio tienen rasgos comunes con algunos personajes de José Javier, no son criaturas rústicas e ignorantes, son seres refinados, que saben de poesía, música y mitología, poetas disfrazados en su atuendo pastoril.  

Al igual que en la Arcadia, en Córdoba parece que se para el tiempo. Coincidiendo con el escritor José Rodríguez, tampoco comparto la dejadez o la falta de interés de río Guadalquivir a su paso por Córdoba. Cuando alcanzo a leer el relato de las ratas y los peces, me llegan a la memoria el formidable escritor Miguel Delibes. Me encantan las ratas y los peces. Ya en mis primeras obras hablo de ellos como en Maqueronte “Ratas gigantes” producto de la irresponsabilidad humana o Aventuras en el mar de mis sueños, donde aparecen ratas y peces. Al leer algunos de estos catárticos relatos, me han hecho rememorar mi infancia, un poco olvidada, y me ha sacado la bucólica imagen mía, tumbado en el césped y debajo de una higuera contemplando un cielo azul. Un locus amoenus.                                               

Durante todas las narraciones, con un estilo, a veces rozando lo poético, encontramos la verdadera realidad a diferencia de la Arcaida.Éste es un lugar real, que existe, que tiene una ubicación, una historia y un nombre. Córdoba en el diván, como dice en la contraportada, “nos brinda esta suerte de greguerías «a lo Montis»”, donde fluyen una variedad de personajes a través de las divagaciones y reminiscencias del autor: un caballo, un escultor, músico, pintor, el mismo autor, una niña…, incluso hasta la personificación de un Puente Viejo, al cual lo considera un amigo. El escritor emplea con sencillez y de corazón, un estilo natural sin perder la elegancia. Por sus palabras fluyen sus verdaderos sentimientos y emociones, como una corriente de pensamiento (stream of consciousness). Cuando avanzamos en la lectura, nos encontramos una crítica, sin tapujos, de los puntos negativos de Córdoba. Es una clara advertencia, especialmente a los cordobeses, a lo que puede llegar la ciudad si no la cuidamos como esta gran urbe se merece. Al igual que yo preconizo en Maqueronte, si nos descuidamos, podemos destruirlo todo. A veces no nos damos cuenta de las cosas hasta que es demasiado tarde. José Javier, instruido por la sabiduría y la experiencia, como un viejo árbol y su amor por la naturaleza, se da cuenta de todos estos desordenes: ya sea la arrogancia y dejadez de algunos políticos, pintores locales no reconocidos como Pedro Biero y Rafael Botí, la muerte de una niña sin nombre a consecuencia de una negligencia “una muerte anunciada”. El escritor, lleno de sensibilidad, le hace un pequeño homenaje a la chiquilla y la eterniza en este libro. El literato también se desesperada con el intenso tráfico y la contaminación que padece la ciudad, tanto acústica como atmosférica y un sinfín de pequeños despropósitos.  A José Javier no le tiembla el pulso para denunciar las injusticias que ve. Ese es el valor de un escritor de verdad, de decir las cosas de corazón. Me he visto reflejado, al igual que José Javier, con el Puente Viejo. El narrador menciona que ha pasado cientos de veces por ese Puente Viejo, y que ya es su amigo. Yo me considero como el puente, que no conoció a la persona que pasaba por encima de “él” durante muchos años. Y tan solo alcanzó a conocerlo apenas hará un año. Al final del trayecto encontró un amigo. Me lamento de no haberlo conocido antes, pero por otra parte me da mucha alegría, porque coincidió cuando empecé con mis primeros balbuceos como escritor. Me parece muy acertado el cierre del libro, el hacerle un pequeño homenaje a su gran amigo. Manolo Garrido, también puso su granito de arena para que los Patios de Córdoba y otras maravillas de la gran urbe fueran hoy día Patrimonio de la Humanidad. De nosotros dependerá en gran medida conservar esta joya de la naturaleza.       

Marcos Antonio López Zaragoza.

 


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