Históricamente Irlanda ha sido un país de emigrantes dominado hasta hace menos de cien años por su vecina Gran Bretaña. Pero en los últimos años aquella pobreza que solía ser parte de esta pequeña nación empezó a desaparecer convirtiéndose, casi de la noche a la mañana, en lo que algunos llamaron el “gran milagro económico europeo”. Un milagro evidentemente ficticio y provocado por esa ambición desmedida y sin límites que la nueva economía neoliberal suele llevar de la mano. Así pues, la bancarrota de sus finanzas hizo, y este sí fue el verdadero milagro, que las ayudas de la Comunidad Europea, y por extensión del conjunto de sus ciudadanos, amortiguara su caída libre para no volver a los tiempos de antaño. Pero este, evidentemente, fue un problema provocado por los de siempre, por esos dirigentes que tratan de “vender” a sus ciudadanos un sistema que a la postre casi siempre suele ser perjudicial para el conjunto de la sociedad pero, sobre todo, para los menos pudientes y desfavorecidos.

No obstante, y como he hablado en tantas ocasiones de este insolidario e injusto sistema neoliberal, quiero que este artículo en concreto sirva de ánimo y esperanza a ese “luchador incansable” que siempre ha sido el pueblo irlandés, por lo que a continuación les hablaré, durante el resto de este escrito, de todo aquello que sentí en mi interior y me maravilló al visitar hace unos años aquel país.

Dublín me recibió con una fina lluvia, dándole a la ciudad un aspecto apagado y sombrío. Esta, independientemente del estado meteorológico, no es una ciudad que te enamore a simple vista, pues el aspecto grisáceo de las calzadas rivaliza con el de sus edificios. Sin embargo, a medida que la vas conociendo te va “hipnotizando”, iniciando lentamente una complicidad que finalmente te seduce. Mis pasos me llevaron primeramente a O’Connell Street, una de sus principales avenidas, en donde las compras y el devenir constante de la gente imprime vida a esta parte de la urbe.

Y sin tiempo para el relax, decidí cruzar el río Liffey y encaminarme hacia el Trinity College, una de las universidades más prestigiosas de Europa. En ella, además de pasear por sus verdes campos, pude observar el Book of Kells, un manuscrito de 1.200 años de antigüedad considerado uno de los más viejos del mundo, algo que sin duda pienso que hubiese originado la admiración de algunos de mis queridos colegas escritores. En cuanto dejé la universidad, me dirigí hacia Grafton street acompañado de mis pensamientos acerca precisamente de los grandes escritores que Irlanda había dado al mundo: Jonathan Swift, Oscar Wilde, Bernard Shaw, Samuel Beckett, e incluso el mismísimo James Joyce, por nombrar simplemente a algunos de los más célebres.

Una vez llegué finalmente a la calle Grafton comprobé entonces que la peatonabilidad de la misma propicia la abundancia de músicos ambulantes que, inmersos en sus melodías, hacen las delicias de los cientos de viandantes pendientes de nuevas sensaciones. Tiendas de ropa y de discos se suceden unas tras otras, pues no hay que olvidar que la moda, pero sobre todo la música, enloquece a cualquier habitante de esta joven nación, puesto que la música es al irlandés lo que el pan al hambriento, pues sin ella moriría no de inanición, pero sí de pena. Continué caminando y descubrí de repente la hermosura de St. Stephens Green y Merriot square, dos céntricos parques en los que el verde de sus plantas y árboles rompen con la seriedad y rigidez de los edificios que los envuelven. En sus alrededores, no obstante, pude contemplar algunas de las estilizadas puertas estilo georgiano que dan un toque de distinción y originalidad a toda la zona.

Merodeé entonces por aquellos parques llenos de vida inmerso en mis pensamientos y ofreciendo a mis ojos todo aquello que mi propio interior me demandaba para así regocijar mi alma en aquel día gris que se mimetizaba, sin querer, con mi maltrecho ánimo de aquellos días. Y cuando la tenue luz del día me indicaba que “el gran señor de la noche” estaba dispuesto a mostrarme todo su poder, decidí volver sobre mis pasos y, ya de camino hacia el río, me detuve en Temple Bar, un pequeño barrio colindante con el Liffey que se ha erigido en el auténtico corazón nocturno de la ciudad. Los bares y pubs se suceden en apenas unas manzanas, siendo la diversión y el desenfado los grandes dominadores de estas calles. Sin embargo, antes de entrar en uno de ellos me acerqué hasta la cercana Fishamble St, la calle más vieja de Dublín y que fue originariamente un enclave vikingo. Una vez recompensada pues mi curiosidad, finalmente decidí entrar en uno de aquellos llamativos pubs en donde el aburrimiento está prohibido, y suele quedarse casi siempre de puertas afuera. Refresqué entonces mi agonizante garganta con una Guinness que, según dicen, es la mejor cerveza negra del mundo, y al son de la música relajé mis preocupaciones hasta que el pesado movimiento de mis párpados me indicó que necesitaba urgentemente un descanso físico en la comodidad de una de las camas de mi hotel.

Los días siguientes los empleé en seguir descubriendo los diferentes y sugerentes rincones de la ciudad, así como también de sus alrededores. Mis ojos descubrieron entonces, para mi propia satisfacción, la belleza de la campiña irlandesa con sus verdes prados salpicados de hermosos lagos. En dirección a la población de Glendalough, situada en el condado de Wicklow, mi viaje estuvo amenizado por algunos rebaños de atolondradas ovejas que se oponían tozudamente al paso del vehículo. Por el camino descubrí el encanto de los montes de Wicklow y la imponente imagen de alguno de sus lagos que, como queriendo rendir pleitesía a las montañas que lo cobijan, refleja en sus aguas el esplendor manifiesto de estas.

Ya de vuelta a Dublín, y en puertas de una nueva noche, pensé que sería una buena idea sumarme a aquellas gentes entrando en sus verdaderas moradas, en esos bares musicales llamados pubs, puesto que estoy convencido que el irlandés no vive en su casa, tan sólo duerme en ella, sirviéndole ésta probablemente tan sólo como excusa perfecta para recibir el correo. En donde realmente vive es en esos locales, en esa gran sala común en la que la música sirve de vínculo para la unión entre ellos, pero no se trata de una música enlatada ni distante, sino cercana y próxima, con la que a menudo puedes vibrar y soñar. Los taburetes bailan al ritmo del violín mientras en la mesa contigua a la tuya un grupo de músicos mueven sus pies al son de una vieja canción. El pub es a Dublín, lo que el volar a los pájaros, pues una cosa sin la otra carecería totalmente de sentido, y entre pinta y pinta, la gente enloquece al son de viejas canciones celtas bailando y riendo entre los sugerentes pasos de la danza irlandesa.

 

Víctor J. Maicas

*escritor


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