Un misterioso poema de Juan Ramón

Arturo del Villar

 

AUNQUE Juan Ramón Jiménez consideraba toda su Obra como una unidad, con carácter propio, y por eso le concedía la inicial mayúscula de los nombres propios en castellano, los críticos suelen empeñarse en distinguirla en etapas. Para él era una “Obra en marcha” unitaria, que se desarrolló a lo largo del tiempo, lo mismo que su biología. Para esos críticos la primera etapa, la compuesta hasta 1915, es sencilla, mientras que la última, desde 1948 en adelante, es muy complicada.
Hay un caso ejemplar de crítico despistado, como que era falangista, Gonzalo Torrente Ballester: en la primera edición de su Panorama de la literatura española contemporánea, aparecida en 1956, el año en que la Academia Sueca le concedió el premio Nobel de Literatura, afirmó que su libro Animal de fondo (1949) era un galimatías, criterio modificado en la segunda edición, impresa en 1961: debió de pensar que si los suecos entendían sus poemas, no serían tan incomprensibles como le parecían a él.
Sin embargo, las dificultades interpretativas no se encuentran en sus últimos poemas, sino en otros anteriores, incluso de su etapa moguereña, cuando escribía sobre temas de su entono pueblerino. Ese período entre 1906 y 1912 que vivió en “la blanca maravilla” de Moguer, cansado de soportar el ambiente madrileño, ofrece a veces más complicaciones que la meditación filosófica y teológica versificada durante la etapa final creadora de su vida, pasada en el exilio de español libre en América. Es así porque los grandes temas humanos son comunes a todos los seres, y se repiten a lo largo de la historia. A cualquier persona con una formación cultural semejante a la de Juan Ramón, se le plantean las cuestiones trascendentales que él abordó en su escritura en verso para aclararlas.

El pueblo y el Universo

Es verdad que se apodó a sí mismo El Andaluz Universal, pero el universo andaluz es reducido, y los asuntos domésticos solamente son conocidos por las personas que conviven con el protagonista. La geografía moguereña nos resulta familiar al leer su Obra, mientras que los personajes que la pueblan requieren una identificación. Por lo general la facilitó el mismo poeta, si bien en otras oportunidades olvidó hacerlo así.
Las ediciones comentadas de las obras regionales son las precisadas de más anotaciones explicativas. El dato local o el detalle costumbrista se refieren a un espacio y un tiempo muy concretos y limitados, extraños a cuantos no se encontraban allí entonces. Por ese motivo requieren una aclaración que haga inteligible su condición, lo que a veces resulta complicado de lograr.
Cualquier persona con inquietudes existenciales puede percibir la intencionalidad de Juan Ramón, al encararse con ese dios de inicial minúscula protagonista de Animal de fondo. Todo ser humano que se plantee alguna vez la consideración de su destino, se halla capacitado para entender las meditaciones juanramonianas, expresadas en verso en vez de hacerlo en un tratado filosófico, porque era poeta. Para eso no le es preciso tener un doctorado en filosofía o teología, le basta con preguntarse qué es el mundo y por qué está en él. A toda inteligencia sentiente, por decirlo a la manera de Xavier Zubiri, le maravilla la enormidad del Universo y se cuestiona su lugar en él. Excepto a algunos críticos literarios, por supuesto.

Un aspecto extraño de Moguer

En cambio, el pequeño ambiente pueblerino en el que refugió su melancolía Juan Ramón sí encierra enigmas desconocidos para quienes no lo habitaron al mismo tiempo que él. Y ya no contamos con la presencia de vecinos que convivieran con él en aquel período, por lo que permanece el misterio. Se objetará tal vez que carece de importancia la identificación de un personaje, pero eso no impide que desasosiegue al lector, como me sucede a mí al menos, al tropezar con un problema que impide averiguar lo que el autor quiso comunicar exactamente.
Voy a plantear un ejemplo de interpretación requerida, para un poema de esa etapa considerada sencilla de comprender. Sin embargo, no consigo entenderlo en su intencionalidad, ni tampoco en detalles particulares. Precisa, por tanto, de una exégesis que lo clarifique, si resulta factible. Es el que lleva el número 241 en la Segunda Antolojía poética (1922), como iniciador del libro inédito El corazón en la mano. Dice así:

Deja que digan. Todo es nada. Sólo vale
la convicción suprema de la eterna armonía.
Tu vida es la calleja del Monturrio, que sale
a la viña de Borja, radiante de alegría.
Ni importa que los perros, en un encono hirviente
de Alfaro, nos asalten en las encrucijadas;
tu carne de dios único, mordida injustamente,
será el jardín de Rosa, cargado de granadas.
Altivo y dulce, pasa, con la firme realeza
del que teniendo la fuerza no la ejercita.
Polvareda que es vana, cae de la pureza,
y es más bello que el rostro de Pioza el de Gracita.

Está repetido exactamente igual en la reedición de 1933 y en las sucesivas de la Segunda Antolojía. Lo copiaron así Francisco Garfias en su edición de los Libros inéditos de poesía, 2 (1967), y Antonio Sánchez Romeralo en la suya de Leyenda (1978).

Confidencias para sí mismo

Juan Ramón dio como fechas de composición de El corazón en la mano las de 1911 y 1912, los dos últimos años que pasó en Moguer, antes de regresar a Madrid, cansado del reducido ambiente pueblerino. El tema, el tono y la intención se refieren a esa circunstancia vital muy decisiva en la biografía del poeta, maduro y dueño de un estilo literario en marcha.
El poema carece de título, solamente lleva dos números, el primero de ese libro y el 241 del total. En cuanto al del libro a que pertenece, alude a un modismo: el de asegurar la sinceridad de lo que se cuenta, por el hecho de hablarlo con el corazón en la mano, como si eso fuera posible. Quería advertir el poeta a sus lectores que les ofrecía sus confidencias verídicas, manifestadas en versos confidenciales. A menudo se hace responsable al corazón de otras funciones corporales ajenas a la fundamental que tiene reservada, para subrayar su valor, y así lo interpretó Juan Ramón.
De manera que disponemos de un libro testimonial absolutamente veraz, en el que expone sus sentimientos más íntimos el autor. Y este poema, por ser el inicial, siquiera en la antología, resulta el expositivo de esa confesión de parte. Se dirige a un tú que es el mismo autor distanciado y proyectado en otro. Como escribió su amigo Antonio Machado, “ese tú soy yo” en el poema. Este desdoblamiento del emisor en receptor es poco habitual en Juan Ramón, por lo que ya es notable encontrarlo.

Unas normas de convivencia

Mediante la ficción del autodistanciamiento se patentiza expresamente el distanciamiento de los demás. Se explica a sí mismo el poeta que no debe inquietarle la opinión de sus vecinos, las habladurías y los cotilleos de unas personas carentes de sensibilidad para comprender su forma de vivir. En Platero y yo relató que los niños gitanos le llamaban loco, por verlo diferente al resto de los moguereños, todo ellos personas muy normales. Y en Paisajes líricos refirió que ese mismo epíteto se lo lanzaban los niños que jugaban en la Plaza Vieja. Seguramente ellos manifestaban el parecer de las personas mayores respecto de su vecino, considerado anormal por salirse de la norma común al resto de los pueblerinos.
Parecería que no le importaba ese criterio negativo de sus vecinos, puesto que en el poema se aconseja “Deja que digan”. Mientras los moguereños cotilleaban en los casinos y en las plazas, el poeta escribía unos versos y unas prosas que iban a llevar el nombre del pueblo a todo el mundo, y hacerlo famoso en todas las culturas. Hasta que se cansó de tolerar ese ambiente mezquino y prefirió regresar a Madrid, pese a que también le disgustaba el de la capital. Aquí al menos evitaba los insultos callejeros.
Quede claro que Juan Ramón no pretendía aislarse de la gente. Por el contrario, fue un tipo concreto de gente la que rechazó su compañía, al considerar que estaba loco. El genio es un ser superior a los demás, debido a su genialidad precisamente, y en consecuencia se le tacha de anormal por salirse de la norma vulgar. Es una situación que suele afectar a los artistas y científicos, por ser diferentes de la generalidad comunal. Esas gentes vulgares incapaces de crear una obra de arte o realizar un descubrimiento científico, se asombran de que alguien consagre su vida al arte o la ciencia.

Desprecio a los despreciadores

En este poema Juan Ramón se habla a sí mismo en una autoconfesión indudablemente veraz. La poesía lírica expone los sentimientos más íntimos del autor, ante todo para sí mismo, aunque el publicar el texto hace partícipe de ellos al lector anónimo y desconocido. En cuanto lector, se vuelve cómplice del autor, lo mismo si está de acuerdo con su mensaje que si lo rechaza. Es imprescindible la sintonía complementaria en la poesía.
Desde esa perspectiva Juan Ramón analiza el comportamiento de sus paisanos, muy conocido por él, y se aconseja despreciarlo: “Deja que digan. Todo es nada”, porque las opiniones importan según el valor del que las expone. Consideraba preferible despreciar a quienes le manifestaban su desprecio, sin hacer caso de las burlas de los niños y de los cotilleos de los mayores, reducidos al corto perímetro de un pueblo andaluz inculto. Ya en 1911 Juan Ramón había conseguido una alta estima intelectual en España, y también a escala menor en Latinoamérica.
Por ese convencimiento escribió: “Sólo vale / la convicción suprema de la eterna armonía.” Una armonía que calaba en sus versos, para explicársela a los demás interesados en compartirla. Al ser él mismo el destinatario de esos versos, podía evitar muchas explicaciones innecesarias por sabidas. De este supuesto arranca la escritura, que se hace compleja para otro lector distinto del interpelado por el autor, que era también su lector.

Unos convecinos especiales

El cuadro expuesto en el poema resulta excesivamente localista, y por ello misterioso para los lectores ajenos a Moguer. Se refiere a la calleja del Monturrio, a la viña de Borja, los perros de Alfaro y al jardín de Rosa en los dos primeros serventesios. En ocho versos aparecen cuatro alusiones a lugares y circunstancias, que el lector no acierta a situar en su emplazamiento, aunque no le inquietan. Son innecesarias las localizaciones de la calleja, la viña y el jardín, y tampoco son protagonistas del poema Borja, Alfaro y Rosa, a los que suponemos unos moguereños sin cualidades para integrarse en la historia de la literatura, a pesar de haberlos citado su paisano más universal. Son comparsas sin papel destacado en el cuadro.
Sin embargo, la tercera y última estrofa concluye con dos versos extraños, que impiden el entendimiento del poema, nos obligan a preguntarnos cuál fue la intención del peta al redactarlos: “Polvareda que es vana, cae de la pureza, / y es más bello que el rostro de Pioza el de Gracita.” La polvareda vana parece aludir a los cotilleos vecinales, debidos a la incomprensión de su pureza entre tanta vulgaridad. Lo misterioso es que la relacione con otros dos personajes seguramente reales, Pioza y Gracita, para contar que el rostro de la muchacha era más bello que el de ese tal Pioza.
El lector desearía saber quiénes eran ese Pioza y esa Gracita, para merecer la categoría de ser incluidos en el poema. La familia Pioza tiene arraigo en Moguer, pero sus representantes actuales ignoran por qué motivo uno de sus antepasados entró en ese verso, y por qué su rostro se enfrentó al de esa Gracita tan bella. Debían de ser unas personas especiales para que Juan Ramón las incorporarse al poema, aunque desconocemos con qué intención lo hizo, y no han dejado rastro memorable en el pueblo.

Interrogantes sin respuesta

Se nos plantean, pues, unos interrogantes para los que no encuentro respuesta: ¿por que motivo admitió a unos vecinos de Moguer sin ninguna relevancia, en un libro de poemas que tendría una difusión histórica internacional? ¿Por qué valoraba tanto ese poema como para incluirlo en una antología, es decir, selección de lo mejor de su escritura, destinada a una colección popular de bolsillo y barata, con gran tirada? ¿Por qué se empeñó en presentar a los lectores presentes entonces y futuros, a unas personas seguramente reales, pero intrascendentes, que no demuestran ningún merecimiento para ser leídas en todo el mundo? ¿Por qué Pioza y Gracita han de quedar en el índice de personajes juanramonianos, si nada se nos refiere de ellos, ni existe nadie que los recuerde ahora en Moguer?
El poema pertenece al libro El corazón en la mano, y en consecuencia hemos de aceptar que contiene una confesión verídica. Su pretensión parece ser autoanimarse a continuar manteniendo las costumbres que tanto escandalizaban a sus convecinos, incapaces de entender su comportamiento diferente al de ellos. Debía arroparse en la alegría, sin cuidarse de los ladridos de los perros, como un “dios único” que tenía razones pasar entre ellos “altivo y dulce”, porque los superaba.
Toda esa consideración la comprende cualquier lector, y nos parece muy juanramoniana. Lo que disuena es tropezarse con Borja, Alfaro, Rosa, Pioza y Gracita, a los que consideramos invitados a participar de un poema en el que se desconoce cuál es su papel de estrellas invitadas sin ninguna luz.

 

 


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