El testamento poético de Blas de Otero

Arturo del Villar

HACE un siglo ya que nació Blas de Otero, el 15 de marzo de 1916, aunque su poesía sigue siendo vigente para otro tiempo. Por lo general con los años se va alejando la palabra lírica de la actualidad, porque las modas cambian, y con ellas las palabras, pese a que los clásicos, por serlo, nos acompañen siempre. La palabra que con tanta insistencia pidió Blas de Otero, al mismo deseo de la paz, es de hoy. Resulta sorprendente, porque su poética estaba firme en el momento de la escritura, recogía los sentires de esa masa que denominamos la gente, en una circunstancia histórica determinada. Precisamente por eso la censura política, inevitable en una dictadura fascista, se cebó en ella, impulsada por la censura eclesiástica propia de un régimen nazionalcatólico, prohibiendo o mutilando su publicación. Pero la poesía es más poderosa y más persistente que la más feroz dictadura. Por muy altos que sean los muros de las prisiones, siempre se filtran unos versos en los que se denuncia la realidad carcelaria ante el mundo. Los libros de Blas de Otero que tratan de España se imprimieron en otros países y traspasaron las mallas de la censura. Es inevitable. Ya había sucedido cuando la Inquisición religiosa asfixiaba la vida de los españoles. Por necesidad, su escritura en castellano se traducía a otros idiomas, con lo que el auditorio crecía imparable, y en él se afianzaba la solidaridad con la gente española amordazada. Y de esa manera el mensaje denunciador se extendió por el mundo. Lo único que hacía Blas de Otero era escribir sobre España, contar lo que veía, lo que escuchaba, y también lo que no le permitían ni ver ni escuchar, por suceder intramuros de las prisiones, pero se sabía. Es el motivo de que su poética estuviera arraigada en el momento, que tenga fecha de escritura, que esté pensada para explicar un hoy de entonces. Es una poesía de la realidad circunstancial, acorde con el devenir de la historia, en una época angustiosa de prohibiciones y persecuciones. NOS QUEDA SU PALABRA El poeta cumple un siglo, su escritura un día. Es la facultad de los clásicos, resistentes al envejecimiento. Cuando Quevedo miraba los muros de la patria suya desmoronados, como un anuncio de la muerte que todo lo destruye, nos comunicaba a través de los siglos una idea perenne, que persiste. Por su parte, Blas de Otero aseguró que le quedaba la palabra, aunque los sicarios del régimen totalitario se lo quitasen todo, y nos la ha legado a los lectores de los otros tiempos sucesivos. Una palabra que continúa en pie de paz, dando guerra por la paz, desde España, aunque para todo el mundo, que él recorrió en parte con la misma idea, porque la paz es una aspiración internacional que hasta ahora nunca se ha generalizado. La paz parece la cosa más sencilla de lograr. Para afianzarla basta con ponerse de acuerdo las naciones representadas en los organismos internacionales. No obstante, se ha convertido en un imposible, de modo que estamos acostumbrados a convivir con noticias y escenas de guerra a diario. A Blas de Otero le gustaba escribir sobre las cosas sencillas, y por eso cualquier día hablaba de la paz y de lo que tenía a su lado, los objetos que conforman la existencia cotidiana de una persona. Hasta que un día decidió componer el último poema de su vida. Pero no era el último, y por eso no lo escribió. O sí lo escribió, aunque no fuese el último, a pesar de habérselo propuesto así. O quizá no se lo había propuesto seriamente. En realidad un poeta sólo puede escribir el último poema verdaderamente cuando está en capilla, como lo estaba José Rizal cuando compuso “Mi último adiós”, en espera de ser fusilado al amanecer por el Ejército colonial español, culpado de querer la independencia de su patria, y a ella se lo dedicó. Fuera de esos casos de condena confirmada, no se debe anunciar la escritura de un último poema. EL TESTAMENTO LÍRICO Blas de Otero ignoraba cuándo se le terminaría la vida, pero quiso redactar su poema de despedida un día cualquiera. Podemos leer su último libro, que son dos, en los que se recopilan sus poemas finales. Se encuentran unidos en la misma edición porque así lo encargóél, que es una edición póstuma porque así lo decidió quien fuera, el destino, la suerte, el ángel fieramente humano que llevaba dentro de su cerebro, o ese Dios con el que tantas veces se encaró en lucha a muerte, porque lo quería matar para librarse de su mano opresora. Este volumen final se titula Versos de Madrid con La galerna, comenzado en 1968, abandonado en 1977, cuando aún le quedaban dos años de vida, y editado en 2010. En la página 281 se encuentra el poema que hubiera deseado fuese el último, y en consecuencia su testamento poético. Por eso adquiere un valor testimonial muy interesante, ya que si no cumplió su propósito de hacer que fuese el último, al haberlo planteado así contiene su última voluntad lírica, resumen de su vida y de su trabajo. En este caso basta con la intención para convertir esa escritura en un documento supraliterario. Es una historia fingida que pretendió hacerla aparecer como verdadera, por recordar otro de sus títulos. Fue fingida no solamente porque el poema no llegaría a ser el último, sino porque con muchísima probabilidad el autor no creía en serio que pudiera serlo cuando se propuso escribirlo. Tampoco debemos presuponer que mintiera conscientemente, porque al empezar la escritura pudo pensar que iba ser su último poema lo que apareciese sobre el papel. Un propósito firme que tal vez sintió en otros momentos con mucha probabilidad. Un poeta que a menudo escribió metapoemas, al hacer poesía sobre la poesía misma, es comprensible que se cuestionara la posibilidad de abandonar la escritura, quizá por no tener nada nuevo que contar a los lectores, después de muchos años de comunicación con ellos, o por tenerlo y preferir callarlo, y en consecuencia se prometiera a sí mismo no volver a expresarse en verso nunca más. UN POEMA PARA DESPUÉS Un día cualquiera aceptó redactar su último poema. Alguna vez antes se lamentó de haber escrito mucho, a pesar de las prohibiciones y de las persecuciones padecidas por parte de los censores de la dictadura fascista. Por arrepentimiento o por cansancio o por desazón o por agotamiento o por otro motivo cualquiera, un día que fechó para no olvidarlo, se propuso escribir el último poema, y le puso un título anunciador de sus intenciones, “Último después”, su despedida de la poesía y de los lectores. Pertenece al libro Hojas de Madrid, en el volumen póstumo Hojas de Madrid con La galerna, preparado por Sabina de la Cruz e impreso en Barcelona en 2010 para Círculo de Lectores, en la página 281: Éste es el último poema de mi vida, son las 7.20 de la tarde del día 19 de enero de 1971, estoy situado en Madrid, mi mano izquierda es una araña sujetando el papel, se oyen motores de coches, el ruido del ascensor, el boom de América Latina, junto a mí hay una jarra de Talavera con espigas de avena amarilla tal un para- guas de muchacha, hay una plegadera que compré en Pekín, hay el recibo del alquiler, hay una fotografía en color y una figurilla de barro portuguesa, pero todavía no he comenzado el poema, es extraño que algunos hombres, Virgilio, Dylan Thomas, Gabriel y Galán y compañía compongan poemas como quien va a editar un periódico terriblemente serio, comienzo a considerar la posibilidad de no comenzar el poema, dejarlo para después de mi muerte, para después del cierre, para después de desayunar, para después. Puesto que lo hemos conocido años después de muerto el autor, podría aceptarse que hubiera sido su último poema, pero no es creíble al ver la fecha de 1971, y saber que Blas de Otero siguió recibiendo la inspiración suficiente para continuar componiendo versos hasta 1977, dos años antes de su fallecimiento. Ese “después” que aparece en el título y se repite en los cuatro versos finales, apunta a la posteridad indeterminada, que continuará leyéndolo con tanta curiosidad como lo hacemos nosotros ahora. AQUEL 19 DE ENERO Cuando se interesó por datar la fecha de escritura en el cuerpo del poema, suponemos que aquel martes 19 de enero de 1971 fue un día con significado especial, aunque probablemente no resultara tan importante como para designarlo como histórico. El poeta indica estar situado en Madrid, y sin duda en casa, porque el clima de la capital era lluvioso, con viento flojo y una temperatura baja, según anunciaban los diarios de esa fecha. Dos días antes nevó en la ciudad, el domingo 17 que resultó luctuoso, ya que el expreso de Irún que se dirigía a Madrid descarriló en la provincia de Segovia, lo que ocasionó dos muertos y una treintena de heridos. Los diarios seguían informando sobre el accidente. Otras noticias impresas demostraban que la vida española bajo la dictadura fascista se mantenía con parecidas características a las padecidas desde 1939. Un dato positivo lo constituía la reaparición del semanario Sábado Gráfico, después de cuatro meses de suspensión gubernativa, la segunda del año que cumplía. En la caricatura de Cortes fascistas, los llamados procuradores continuaban debatiendo el proyecto de Ley Sindical, un intento de disfrazar al sindicato único impuesto obligatoriamente a todos los trabajadores desde el final de la guerra. El Gobierno protestó formalmente ante el embajador de Francia, porque los agricultores de su país atacaban en la Junquera a los camiones españoles cargados con frutas y verduras. A escala mundial, el diario mexicano Excelsior informaba sobre los seis intentos de asesinato del líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro, perpetrados sin éxito por la impune CIA estadounidense. En Belfast y Londonderry los patriotas irlandeses independentistas llevaban una semana combatiendo al ejército de ocupación británico, con el saldo esperable de muertos y heridos. Y la economía mundial prolongaba su crisis a consecuencia del petróleo. Nada nuevo, pues, en cuanto a las noticias, para destacar la fecha del 19 de enero de 1971. El mundo giraba con su repetición de días y noches semejantes a tantos otros. Los diarios nazionales no publicaban ningún suceso fuera de lo común dentro y fuera de las fronteras españolas, que hiciera sobresaliente la fecha. En consecuencia, los motivos de Blas de Otero para fijarla en el poema tenían que ser íntimos. UN DÍA COMO TANTOS En la vida del poeta parece que también aquel día resultó uno más, uno de tantos que transcurren sin la aparición de ningún acontecimiento digno de recordar. No obstante, a Blas de Otero le interesaba lo cotidiano sin trascendencia, esos hechos vulgares comunes a muchas personas carentes de importancia para que se hable de ellas. El día de diario más ramplón era capaz de atraer su vigilancia para darle categoría memorable. Le importaba tratar de España en sus versos, con todos sus caracteres. Era español y nada relacionado con España le resultaba ajeno, diríamos parodiando a Terencio, en una frase que gustaba a Marx, por lo que tiene de totalizadora del devenir humano, aunque muchas veces no presente caracteres humanos. Las cosas cotidianas, por serlo, definen a un país, tanto como los acontecimientos notables de su historia. Se trata de cuestiones monótonas por repetitivas, de objetos muy vistos por utilizados, o de hechos en los que no se repara porque carecen de relevancia práctica. Un día como otro cualquiera se le ocurrió a Blas de Otero convertirlo en histórico para la poesía española, al resaltarlo sobre los demás en el calendario. Tenía cumplidos 54 años, había presenciado acontecimientos trascendentales, empezando por una guerra y una posguerra terribles, se sabía vigilado por los sicarios de la dictadura fascista a causa de sus bien conocidas ideas revolucionarias, se tuvo que exiliar por ese motivo, había viajado por otros países, podía escribir sobre su experiencia vital con un cúmulo de datos importantes, pero decidió componer un poema sobre su entorno casero ese día semejante a muchos otros anteriores y posteriores. EL DECORADO CASERO Acordó ese día escribir el último poema, resumen de su vida. No explicó las razones que le indujeron a tomar esa decisión. Quizá no existía ninguna, fue una inspiración momentánea, como surge un verso de forma inesperada y hay que apresurarse a anotarlo en cualquier trozo de papel, por saber que si se olvida será imposible recuperarlo. Buscó un papel para dejar constancia de su resolución, y la escribió como el verso inicial del que iba a resultar su despedida literaria del mundo: “Éste es el último poema de mi vida”. A continuación fijó la hora, la fecha y el lugar, como si redactara su testamento: “son las 7.20 de la tarde del día 19 de enero de 1971, / estoy situado en Madrid,” imaginamos que con frío en un día de clima desapacible, como suelen ser los del enero madrileño. Una tarde para quedarse en casa junto a una fuente de calor, con una agradable ocupación para pasar el rato, que en su caso debía ser la predilecta, la escritura lírica. Necesitaba un motivo para lanzarse a la tarea, y lo encontró en su misma situación de poeta recluido en su cuarto de trabajo. Sabido el tema lo demás resultaba muy sencillo, bastaba con escribirlo, algo para él fácil de realizar, teniendo los utensilios pertinentes a su alcance. Precisamente eso es lo que cuenta el verso siguiente, “mi mano izquierda es una araña sujetando el papel”, una imagen poética sin ninguna dificultad de comprensión. El poeta no utilizaba un cuaderno, sino que escribía sobre hojas sueltas, de donde viene el título del libro, Hojas de Madrid. Era diestro, de modo que con la mano derecha manejaba el bolígrafo, lápiz o pluma, y con la izquierda sujetaba la hoja. Al mirarla se la imaginó como una araña en el momento de fabricar la tela para cazar su alimento: los cuatro dedos separados le recordaban las cuatro patas del artrópodo en cada uno de sus lados, y el dorso su cuerpo, mientras el dedo pulgar quedó fuera de su visión. Las letras que iban apareciendo sobre el papel serían los insectos atrapados en la telaraña. DESDE EL EXTERIOR El sosiego hogareño era incompleto, porque estaba situado en Madrid, una ciudad ruidosa e incómoda en la que parece haber estado siempre desterrada la tranquilidad. El silencio huyó de Madrid hace siglos, cuando transitaban por sus calles mal empedradas los carros y los coches de caballos, siguió ausente con los tranvías, y desapareció de los campos próximos desde que los recorren automóviles y camiones. Así que Blas de Otero añadió un dato del exterior al ambiente en el que se encontraba: “se oyen motores de coches, el ruido del ascensor, el boom de América Latina”, tres diferentes sonidos estruendosos sin ninguna relación entre sí, por lo que extraña al lector encontrarlos unidos. La sorpresa requerida en un escrito literario para atraer y mantener la atención del lector, se manifiesta en la diversa consideración de los rumores escuchados. Hay dos físicos, producidos por los automóviles y el ascensor, complementarios para distraer el trabajo intelectual, pero inevitables en la gran urbe. El tercero es de otra consideración, se refiere al grupo de narradores latinoamericanos muy notables, que coincidieron temporalmente en la renovación de la escritura en castellano, al incorporar la ideología política revolucionaria a sus obras, lo que dio lugar a una lógica revolución literaria en paralelo. A ese cambio estético y estilístico se le denominó bárbaramente boom latinoamericano, porque estuvieron involucrados narradores muy innovadores de Argentina, Colombia, Cuba, México, Uruguay, Venezuela y otros países, un grupo que en su conjunto era espléndido, y dejó marcada su influencia en la narrativa española de ese período, no siempre para bien, porque dio lugar a unas imitaciones desastrosas. No es el momento de intentar ahora historiarlo. Importa notar que su auge se sitúa entre 1959, con el triunfo de la Revolución Cubana que impulsó la liberación de las naciones sometidas hasta entonces al colonialismo de los Estados Unidos de América, y 1973, cuando los esbirros de la CIA estadounidense asesinaron al presidente constitucional chileno Salvador Allende, para así recuperar el control de la zona. Puesto que el poema de Blas de Otero está fechado en 1971, queda dentro de esos límites temporales, y el llamado boom continuaba siendo materia para el debate intelectual en los medios de comunicación y en las tertulias literarias, ya por poco tiempo, cada vez con menos ruido porque iba perdiendo vigencia. LOS OBJETOS DE LA REALIDAD Se trata, pues, de una poesía del momento, con intención de incrustar el hoy en la composición para que adquiera una consistencia permanente. Por eso declara la fecha de la escritura, el lugar y la circunstancia. Como toda la obra de Blas de Otero trata de España, aunque en esta ocasión no aborda cuestiones de alta política, sino de la realidad cotidiana. Después de haber situado ese presuntamente último poema en su coyuntura temporal y espacial, pasa a describir el ambiente. El lector conoce ya el territorio en donde se halla el autor situado, pero ignora qué objetos conforman el escenario, excepto un papel mencionado y un bolígrafo o lápiz o pluma imaginado. Ahora el poeta pasa a detallar los objetos en su entorno. Completa así la realidad de esa jornada, marcada en la memoria por ser la que sirvió para componer el previsto último poema del autor, tal como él lo había propuesto aquel día. Describe un objeto decorativo: “junto a mí hay una jarra de Talavera con espigas de avena amarilla tal un paraguas de muchacha,” un verso que plantea una duda en relación con las espigas de avena: tanto puede entenderse que son naturales y se hallan contenidas físicamente en el interior de la jarra, como que se trata de la decoración sobre la loza blanca. Por la forma del ramillete, da lo mismo que fuera vegetal o dibujado, piensa en un paraguas de muchacha, ya que suelen llevar también colores variados, tan distintos del negro característico de los usados por los hombres. Al estar escribiendo ese verso en un día lluvioso, es comprensible que se le impusiera la figura de un paraguas al ver las espigas, y no la de una sombrilla, como parecería lo adecuado a causa del adorno floral, puesto que han dejado de ser utensilios de uso generalizado, como lo fueron en siglos anteriores, y solamente en días muy calurosos. COSAS PARA RECORDAR Además de la jarra de Talavera en los tres versos siguientes se describen cuatro objetos más, de los que conforman el ambiente cotidiano del poeta: “hay una plegadera que compré en Pekín, / hay el recibo del alquiler, / hay una fotografía en color y una figurilla de barro portuguesa,” con esa repetición innecesaria del verbo al comienzo de los tres versos, ya que hubiera bastado con la primera inserción. Dos de los objetos suponemos que son recuerdos de viajes internacionales, a Pekín y a Portugal, de donde los trajo como cualquier turista deseoso de memorizar sus andanzas al verlos colocados en el hogar: sabemos que verdaderamente tuvo una época muy viajera, cuando en España se le consideraba un peligroso enemigo del régimen dictatorial fascista, con plena razón, desde luego. También contempla el recibo del alquiler, igualmente un recordatorio, en este caso de la necesidad de abonarlo. Se supone que sería del piso en que habitaba, cita que permite varias deducciones en torno a su nivel de vida, modesto cuando una gran mayoría de españoles se hipotecaba para adquirir un piso en propiedad, y “una fotografía en color”, no aclara de quién o quiénes. Nada de ello es importante, ni caracteriza la personalidad del poeta. Es posible encontrar cosas semejantes en cualquier hogar, incluso una plegadera pequinesa, porque los comercios chinos tan abundantes en todas las ciudades nos surten de enseres fabricados en talleres orientales a precios muy baratos. La panorámica desplegada por el autor en su torno da idea de trivialidad manida. No mencionó ni un solo objeto distintivo de una personalidad notable. Su territorio era semejante al de cualquier hogar aburguesado. La deducción lógica desprendida de esta realidad es que Blas de Otero fue un ser vulgar: es lo que pensaríamos si no conociéramos que se trata del gran poeta español en la segunda mitad del siglo XX, un intelectual dotado de un carácter peculiar nada común, al que ni por sus escritos ni por su modo de ser podía calificarse como un tipo corriente. PARA EL HOMBRE DE LA CALLE Lo que sucede es que deseaba identificarse con ese ente abstracto conocido como “el hombre de la calle”, uno de tantos peatones anónimos a los que dedicó sus versos, “a la inmensa mayoría”, a sabiendas de que muchos de ellos jamás van a leer un libro de poemas. No le importaba ese dato. Sabía que si dedicaba sus escritos a la mayoría de los seres, resultaría más fácil que empezaran a leerlos que si no existieran recopilados en un libro. El último poema de En castellano representa su poética: Quiero escribir de día. De cara al hombre de la calle que no sabe leer, y ver que no escribo en balde. Escribir en verso para analfabetos integrales obliga a utilizar un lenguaje vulgar, lo que no implica necesariamente que esté falto de los recursos literarios autorizados por las preceptivas. Al anunciar su afán por “escribir de día” quiso aludir a la interminable noche oscura no precisamente del alma, como era la mística vivida por Juan de la Cruz, sino la material de los cuerpos de todos los españoles encerrados en la inmensa cárcel fascista desde 1939, perpetuamente en tinieblas y con miedo. En su caso particular de escritor se añadía además la amenaza de la censura siempre vigilante. Este propósito fue el animador de la mayor parte de su obra. En la historia de la literatura se encuentran modelos referentes a los dos modos de concebir la escritura poética, la culta y la popular. Derivan de los remotos tiempos medievales, cuando se distanciaron dos mesteres, el de clerecía y el de juglaría. En la época en que escribió Blas de Otero se distinguía con menos reverencia entre la fórmula del sándalo y la de la berza. Para él no había duda en cuanto a la elección: escribiría para los analfabetos, pero lo haría con los elementos cultos aprendidos en la lectura de nuestros clásicos. EL POEMA SIN COMENZAR Llevamos leídos nueve versos del “Último después”, cuando el décimo nos sorprende con esta declaración: “pero todavía no he comenzado el poema,” como si no existieran. Conocemos su existencia, quedan comentados uno por uno, aunque ahora descubrimos que no forman parte del previsto último poema que deseaba componer como culminación de su obra, sin saber bien cómo. Hasta ahí se había limitado a situarse en el espacio y el tiempo de un día concreto, mirando los objetos que tenía próximos. Suponemos que habrá otros en la habitación, muebles, cuadros, lámparas, y a buen seguro libros. No constituyen materia del poema por escribir. Quizá se planteó, al llegar ahí, si disponía de tema para redactar ese último poema. De acuerdo con su poética, debía narrar algo que hiciera pararse a leerlo al hombre de la calle, y la verdad es que los objetos reunidos en su cuarto de trabajo no resultan llamativos. Al inicio de Pido la paz y la palabra contó el motivo de su evolución creadora hacia la inmensa mayoría de lectores, después de haber escrito sobre asuntos de índole diversa considerados sus vivencias íntimas. Fue el contacto con el hombre de la calle lo que le impulsó a dejar de escribir sobre él como protagonista del relato poético, para pasar a hacerlo sobre los demás: Aquí tenéis, en canto y alma, al hombre aquel que amó, vivió, murió por dentro y un buen día bajó a la calle: entonces comprendió; y rompió todos sus versos. Más sencillo que romper los versos es no escribirlos. Por ello había decidido consigo mismo componer el último poema de su vida, y después recluirse en el silencio. Había escrito muchos versos y publicado muchos libros, sin que los hombres de la calle atendieran su mensaje comunicativo. En 1971 continuaba la dictadura fascista imponiendo su terror en España, desde su victoria en 1939. Los hombres de la calle corrían por ella perseguidos por la criminal Policía Secreta del régimen, que los detenía y llevaba a sus mazmorras para torturarlos a veces hasta la muerte, y después tirar los cadáveres por una ventana y decir que se habían suicidado.¿Para qué sirve la poesía? Sirve para denunciar esos casos de abusos policíacos, aunque su poder termina ahí, y son los hombres de la calle los que deben pasar a la acción. Los españoles de ese tiempo preferimos esperar a que la biología pusiera fin a la vida del dictadorísimo, en lugar de procurar acortarla por métodos revolucionarios. Una revolución se organiza para liberar al pueblo de la dictadura, pero si el pueblo se doblega a su condición de esclavitud resulta innecesaria, como sucedía en aquella España resignada al sufrimiento callado.¿Valía la pena molestarse en escribir otro poema, en tales condiciones? El hombre de la calle español acataba dócilmente las ordenanzas fascistas, y el resto del mundo tenía otros asuntos más importantes en los que pensar. Siendo así, era lícito plantearse si merecía el esfuerzo de continuar escribiendo. POETAS Y PERIODISTAS En el décimo verso admitió no haber empezado todavía a escribir ese último poema de su vida, y en el siguiente recordó a otros poetas que en su momento quisieron mantener comunicación con sus ignotos lectores, continuando el comentario en el duodécimo verso. La cita es sorprendente, debido a la desigualdad entre los reunidos, a los que solamente se encuentra en común haber sido poetas: “es extraño que algunos hombres, Virgilio, Dylan Thomas, Gabriel y Galán y compañía / compongan poemas como quien va a editar un periódico terriblemente serio,” en un presente que sólo puede afectar a la “compañía”, puesto que los tres mencionados ya entonces no podían componer nada. Thomas trabajó como periodista, aunque él no fue “terriblemente serio”, sino terriblemente alcohólico, famoso en vida, pero sin dinero, creador de imágenes oníricas difíciles de explicar. No se entiende su relación con los otros dos citados, que sí pueden presentar alguna entre ellos, puesto que Virgilio escribió unas Bucólicas sobre la vida pastoril y unas Geórgicas sobre la agricultura, protegido por el rico Mecenas y por el emperador Augusto, así como Gabriel y Galán era un latifundista adinerado, protegido por el obispo de su tierra, que gustaba de residir en un pueblo administrando sus posesiones, y cantó la vida aldeana en castellano y castúo. Dos poetas campestres en buena posición económica, sin equivalencia aparente con el ciudadano pobre Thomas. Parece que Blas de Otero admiraba a Gabriel y Galán, puesto que se definió en otro poema de Hojas de Madrid, el titulado “Twist twist twist hasta partiros el corazón”, diciendo: “Yo soy en realidad un Gabriel y Galán ganado por la revolución”, aunque resulta difícil imaginarse al poeta castúo, fanático religioso cantor de la pacífica vida hogareña, interesándose por la revolución social y enarbolando una bandera roja. Sabemos que Blas de Otero se afilió al Partido Comunista en 1952, acto que hubiera horrorizado al retrógrado clerical Galán. En lo único que podían coincidir es en el aprecio por las cosas sencillas integrantes de lo cotidiano en la vida. Sus ideologías se encuentran en las antípodas, lo mismo que sus escrituras. El pueblo de Galán tampoco se parece al de Otero: lo integra el aldeano sumiso y conservador, respetuoso con el amo de sus tierras y con el cura que le exige los diezmos de sus cosechas. LA MOTIVACIÓN DE LA ESCRITURA Esos poetas compusieron sus poemas, y la compañía seguirá haciéndolo, como si redactasen crónicas periodísticas para narrar los pequeños detalles de la mínima historia humana en el Universo infinito, a veces con caracteres de grande si los acontecimientos se salen de lo normal. Los periódicos deben ser terriblemente serios, por describir la realidad cotidiana, aunque también se editen publicaciones jocosas con el objetivo de divertir a los lectores. En el caso de Blas de Otero es posible relacionarlo con un cronista de su tiempo angustioso: “hablo / para la inmensa mayoría, pueblo / roto y quemado bajo el sol”, se lee en el poema “Impreso prisionero” de Que trata de España, aquel inmenso campo de concentración oprimido y reprimido. A ese pueblo español que sufría la cruel dictadura fascista le hablaba con sus mismas voces, para compartir la miseria común. No quería ponerse “terriblemente serio”, porque pretendía que su mensaje llegara a un público mayoritario, y para conseguirlo precisaba mantenerse a su altura, en donde estuvo siempre, porque pertenecía a ese “pueblo / roto y quemado”, carente de esperanza después de muchos años de sufrimiento. Su poesía venía del pueblo, y a él se la devolvía, como un camarada de infortunio. Siendo así, se planteó la necesidad de escribirla. Cuanto dijera en verso ya lo sabían por experiencia los lectores. Les dedicaba sus escritos, pero ya eran suyos, porque derivaban de ellos. En otro poema de Hojas de Madrid reflexionó acerca de la idoneidad de la escritura, hablando consigo mismo como si lo hiciera con otra persona: “Para qué tato libro: Pobre Blas de Otero, contéstame por qué escribiste tanto”, si la inmensa mayoría de los esclavizados españoles conocía en carne propia cuanto les comentaba. No obstante, razonaba que al dar su poesía testimonio de la realidad cotidiana en su patria, servía como altavoz para exponérsela al mundo. Claro que era consciente de la situación española, entre los dos bloques políticos enfrentados en la llamada guerra fría, base militar utilizada por los aviones estadounidenses cargados con bombas atómicas, como los que chocaron sobre Palomares y contaminaron la tierra. Todavía España continuaba sometida al pacto de no intervención suscrito durante la guerra por los países supuestamente democráticos, y por ello ninguna potencia internacional se preocupaba por su situación, si no era para sacar provecho de ella. CON DESÁNIMO Y ESPERANZA Ante ese panorama resultaba lógico que se sintiera desanimado, porque eran inapreciables sus esperanzas de contribuir a la liberación de su patria de la dictadura fascista. Cuando llevaba escritos doce versos del “Último después” debió de preguntase qué estaba haciendo y para qué, en busca de un sentido lógico aplicable a su trabajo. Los doce versos no le satisfacían, no los tenía en cuenta, hasta el punto de reconsiderar aquel propósito expuesto en el primero, “Éste es el último poema de mi vida,” que tal vez no lo fuera, puesto que en el decimotercio se planteó si debía comenzar a escribirlo: “comienzo a considerar la posibilidad de no comenzar el poema,” con esa repetición del verbo comenzar para subrayar su significado. Comenzó entonces a considerar si debía comenzar la escritura, de modo que no reconocía lo escrito como parte del poema final. Se hallaba en el inicio, con dudas sobre la conveniencia de empezar o no la composición. Para qué otro poema más después de tanto libro. La inmensa mayoría de los españoles vivía pendiente del fútbol, discutía con apasionamiento sobre la clasificación de los equipos y el estado físico de los jugadores. El régimen fascista había conseguido castrar las mentes de sus obligados vasallos. En los cuatro versos finales, el último dividido en dos escalonados, utilizó el estribillo “para después”, con referencia al título del poema, “Último después”. Había dilapidado la esperanza que le animaba a escribir en castellano, para invitar al hombre de la calle a pararse y leer su poesía, que trataba de España. Eligió una conclusión dilatoria, “dejarlo para después de mi muerte,” aunque entonces le resultaría imposible hacer otra cosa que estar muerto, o “para después del cierre”, suponemos que del “periódico terriblemente serio” que tal vez editaría, o “para después de desayunar” cualquier mañana, o simplemente “para / después”. EL DÍA DESPUÉS Ese “Último después” deja abierto un resquicio para la esperanza. Un día tendría que terminarse la infamante situación de España, suponía Blas de Otero, lo mismo que fueron derrotadas las dictaduras en Alemania e Italia, igual que fueron desapareciendo todos los dictadores en la historia de la humanidad. Confiaba en alcanzar ese día, y después sería el momento de componer el poema que el 19 de enero de 1971 le resultaba inútil empezar. Tal era su intención consciente. Explicaría al lector por qué no podía escribir un poema aquel día, y lo emplazaría para después de la dictadura, cuando imaginaba posible escribir en paz en una patria reconciliada. No obstante, como era poeta se hallaba sujeto a la tiranía de la inspiración. Cuando le alcanzaba se le imponía sobre las demás consideraciones, por lo que se vio compelido a continuar escribiendo sobre España.

 

 

 


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