Naum N. Glatzer. Los amores de Franz Kafka

Ed.Subsuelo, Barcelona, 2015

A veces cabría preguntarse: ¿Vivimos el amor o nos vive? “Se trataría de un matrimonio por amor –escribe un enfermo Kafka a propósito de su relación con Julie- pero aún más de un matrimonio de conveniencia, en el más elevado sentido de la palabra” Y he aquí que tal circunstancia parece presentarse para él más como un problema de consciencia que como un bien necesario.          La relación hombre-mujer siempre ha sido, podríamos decir -y será- un exquisito argumento literario. Ahora bien, es curioso cómo, a lo largo del tiempo, viene acuñándose como un caso extraordinario, también paradigmático, la relación que Kafka ha mantenido, a lo largo de su corta vida, con las mujeres.                El caso es que, me temo, sería más oportuno decir su relación con la mujer, en singular, por cuanto no ha sido tanto la promiscuidad sino el carácter físico-espiritual-intelectual del autor con respecto a cada una de las mujeres que ha conocido.          Tal vez suceda que la sustancia de la delicada pregunta subyace ahí: “¿Qué es el amor?... Si es muy sencillo: el amor es tan poco problemático como un automóvil. Lo único que da problemas son el conductor, los pasajeros y la carretera” Tal llega a escribir él en una ocasión.     Sus allegados tienen la convicción de que Kafka amó de verdad en cada una de sus tentativas frustradas; es más, no sólo defendía la idea del amor, sino que parecía aceptar implícitamente la necesidad del mismo en la vida de un hombre. Para ello, eso sí, había que salvar una barrera de límites indefinidos: la libertad creadora, la disponibilidad primaria de una voluntad propia, esquiva, inestable que es quien le conducía a escribir constante y frenéticamente cada noche. La barrera estética de sentirse vivo en la medida en que estaba unido al discurso literario, a la función significativa de las palabras. No a una mujer.        Hay una expresión que, haciendo alusión a lo cotidiano en su casa (y el amor también se sustenta sobre esa cotidianeidad consentida) revela un desapego casi enfermizo: “la visión del lecho conyugal, la visión de las ropas de cama usadas, de los camisones de dormir cuidadosamente colocados encima de la cama, todo esto es capaz casi de hacerme vomitar, de volver del revés mis entrañas”           Al parecer su mirada inquisitiva y triste, su apariencia lánguida y de una extraña soledad (rasgos seductores donde los haya) atrajeron la atención delicada y la pasión de algunas mujeres, más, al fin, siempre había un motivo un tanto oculto, y por ello no explicitado del todo sino como dominante de su voluntad, que le impedía acceder definitivamente a establecer un compromiso, una relación estable y duradera.    Milena, Grete, Julie y Felice seguro que le amaron verdaderamente, pero algo habría de frustrar tantos deseos sinceros, tantos requiebros de amor. “Que me ama yo lo sé –escribió Milena- Es demasiado bueno y delicado para dejar de amarme. Le parecería un delito” Por eso, quizás, supo disculpar tan delicadamente a su amado en el obituario: para ella él era “clarividente. Demasiado sabio para saber vivir” Manifestaciones de amor. Al fin, secretos inescrutables del amor. Algo que, de un modo entrañable, había de dejar expreso como pensamiento otra de sus mujeres, Dora, en el lecho de muerte del autor: “Mi querido, mi querido, mi buen tú”                                                       

Ricardo Martínez


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