DE LIBROS Y AMIGOS

“Nadie se jubila si se queda donde ha vivido siempre”, pensé al día siguiente de cumplir mis sesenta años; y después de liquidar mis deudas con el joven que había sido, como quien borra su imagen del espejo, me fui a vivir al extranjero para, por fin, dedicarme de lleno a la lectura. Allí, en el país que el azar me regaló, cuyos pensionados de buen gusto habían huido al exterior dejando un vacío donde pude acomodarme, tuve, además de tiempo para mí, un amigo que había enloquecido de literatura. Era bisnieto de un famoso escritor local y se le había trastornado el seso tratando de emular a su antecesor: nunca escribió nada, pero se convirtió en asiduo de los conventículos donde los literatos locales se reunían para huir de la realidad, conversar sobre sus próximos éxitos editoriales y buscar el lado más flaco del colega para quitarle su mujer o robarle una idea. Este loco se ufanaba de ser íntimo amigo de cada una de las glorias de la literatura nacional e, iluso, pedía que nos preparáramos para la lectura de su próxima novela, que sería el éxito mayor. Para comenzar a gozar el cielo de la lectura, escogí al escritor local de moda. Leí de él dos libros magistrales: uno de crítica literaria y una colección de relatos.¡Quedé admirado! Pero luego me decepcioné al caer en sus novelas, algunas de ellas premiadas en concursos de prestigiosas editoriales con sumas de dinero fabulosas. No lograba salir de mi desilusión, y puesto que deseaba ardientemente comentar mi opinión sobre dicho autor con alguien conocedor del medio, busqué a mi amigo, el bisnieto loco de literatura, y le expuse mi concepto. Sobre la mesa de aquel bar había un vaso de limonada, un café y un sobrecupo de palabras que consumía el oxígeno y amenazaba asfixiarnos de erudición. El loco, amigo íntimo del escritor de mi desilusión, coincidió absolutamente conmigo y se ofreció para ir a su casa a comunicarle nuestra opinión y hablar sobre el asunto. Y cumplió; pero el escritor no estaba cuando fue a visitarlo; fue su esposa quien lo atendió. “A ese tipo ya casi no lo veo”, dijo el loco que la señora le contestó en tono acre, sin siquiera enterarse del motivo de su visita. “Viene por ahí una semana al mes, me saluda rápidamente, besa al niño y se encierra a escribir unas novelas cortas de pésima calidad. No tiene tiempo para más. Cuando se hizo famoso con su libro de relatos y el de crítica literaria”, siguió, “aceptó como anticipo por sus trabajos una gran suma de dinero de una editorial, que lo obligó a firmar un contrato de exclusividad por un número fijo de libros aún no escritos. El contrato incluía conferencias, recitales y firmas de libros en muchos países, con lo cual su tiempo dejó de ser suyo, y ahora no para por aquí: es el esclavo de un reloj ajeno, como el personaje del relato de don Julio Cortázar. Ah, a veces, cuando llega, me saluda en otro idioma pues creo que no tiene claro adonde llegó. Pero como la editorial de marras premia sus escritos y soborna a los reseñadores de libros para que opinen favorablemente sobre ellos, la cosa parece no tener fin y yo creo que nuestro matrimonio va a acabarse por sustracción de marido. Así es la cosa, señor, por lo que si usted quiere verlo debe preguntar en la editorial que cuándo estará por aquí, y tratar de abordarlo en una de las recepciones que le organizan”. Dijo el loco que la señora suspiró, lo miró con cara de epílogo y cerró suavemente la puerta volviendo a la nostalgia de su mansión. “Así que ahora somos tres quienes merecemos una explicación”, finalizó diciendo mi amigo, bebió su café, aspiró las palabras que había cerca y se fue a una tertulia que lo requería con urgencia.

Amílcar Bernal Calderón.


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