EL TESTAMENTO LÍRICO DE EMILIO PRADOS

Arturo del Villar

El Centro Cultural Generación del 27 ha publicado en un volumen de 292 páginas los dos últimos libros poéticos de Emilio Prados, editados ambos después de su muerte, por lo que pueden muy bien ser considerados su testamento lírico. El primero, Signos del ser, se imprimió en Palma de Mallorca al tiempo de su fallecimiento en 1962, y el otro, Cita sin límites, conoció una primera edición en Málaga en 1965, con el sencillo y exacto título de Últimos poemas. Después se han incorporado a las dos ediciones de las Poesías completas de Prados. La nueva edición está preparada por el profesor Patricio Hernández, que ha seguido los originales manuscritos depositados en la Residencia de Estudiantes en Madrid, para ofrecer una versión conforme con la escritura del poeta. Por eso reconstruye las secciones y el orden de inclusión de los poemas en ellas, además de presentar algunos inéditos hasta ahora. Explica que ha corregido las erratas introducidas en las ediciones anteriores, aunque esta misma edición no parece muy de fiar. La duda surge ya en la primera página de la “Introducción”, en donde observamos diversas grafías para los títulos, La piedra escrita junto a la Piedra escrita sin artículo, o Signos de Ser, con preposición y esa mayúscula de nombre propio junto al adecuado Signos del ser, que varía totalmente el significado. Si eso sucede con los títulos, fácilmente citables, debemos cuestionar la exactitud de los textos. Patricio Hernández distingue en su “Introducción” tres ciclos en la poética de Prados: uno inicial de poesía pura que desemboca en el superrealismo en busca de una mayor libertad compositiva; el segundo formado por la que denomina poesía combatiente a partir de 1934 y durante la guerra, que al editor le interesa menos por considerar a muchos de esos poemas circunstanciales con un valor meramente testimonial, aunque la admiración de Prados por Marx y la Unión Soviética permite suponer que fueron un testimonio ideológico muy profundo, y un tercer ciclo correspondiente al exilio, que vitalmente representa otra circunstancia, caracterizada por el deseo de alcanzar la introspección en la palabra poética. ELEMENTOS INSPIRADORES Recuerda el editor que esta poesía final de Prados “generalmente, ha sido valorada como intrincada y oscura” (página 20). El lenguaje poético necesita poseer algunos caracteres que lo conviertan en eso precisamente, en poético, para diferenciarlo de la narración y de la crónica. En los poemas de la fase comunista no dejó de incorporar elementos originales, ajenos a una conversación callejera, pese a la doctrina predicada por Berceo. El lector que abre un libro de poemas sabe que no tiene delante una novela o un diario. En este caso hay que añadir la aportación de un elemento indicativo, como es la lectura atenta y anotada de Heidegger. Opina Hernández que de las meditaciones filosóficas pasó Prados a las interpretaciones religiosas de la realidad, a partir de la Biblia y de los teólogos. Se conoce su biblioteca, por lo que es posible seguir su pensamiento derivado de las lecturas realizadas. El lenguaje filosófico ofrece unas peculiaridades características, difícilmente asumibles por el lírico, aunque las ideas sirvan de inspiración a los textos. La expresión de ideas encontradas en libros filosóficos puede resultar complicada, por tratarse de dos materiales intelectuales desconectados. De ahí que estos poemas atestigüen menos comunicabilidad que los pertenecientes a otros ciclos. Es sabido que Unamuno identificaba poesía y filosofía, pero es indudable que el tratamiento de cada componente requiere el empleo de medios distintos. Sin embargo, el marxismo también es una filosofía, y tenemos la seguridad de que Prados la estudió y aplicó durante los años republicanos, cuando hacía propaganda política en el proletariado malagueño, y enseñaba a leer a los pescadores en la playa. Sus versos de ese tiempo muestran una adaptación de la simbología comunista bien ejecutada, por lo que son asequibles a la comprensión de esos mismos obreros analfabetos. La disonancia debe de encontrarse probablemente en el diverso tratamiento de los temas: el marxismo es una filosofía social para abordar cuestiones que afectan a una mayoría de trabajadores, y por derivación de los patronos, en tanto las filosofías especulativas se proponen analizar asuntos humanos sin duda, pero reservados a la élite intelectual, sin aplicación práctica sobre la vida en sus múltiples facetas. EL SIGNO DE VIDA Y MUERTE Vamos a realizar una aproximación sucinta a estos libros finales de Emilio Prados, en los que registró su testamento lírico. Lo impulsó a través de la meditación acerca de dos cuestiones unitarias en su caso, el devenir humano y el devenir poético. Se la planteó en sus postrimerías, como resumen de su vida y su obra, a punto de completarse, por lo que su testimonio es valioso y revelador. Conocido el tema, es muy fácil comprenderlo. El título Signos del ser enuncia una intención metafísica en su contenido. El poemario se presenta dividido en tres libros o secciones, aunque demuestra una conexión honda tanto estilística como temática. Los poemas carecen de título, numerados en cifras romanas. El primer poema del libro primero está escrito desde el yo discente, pero en representación de multitudes proyectadas en él: ese individuo simboliza a la sociedad, de modo que todo cuanto le afecta puede entenderse que repercute sobre los demás: Hoy es mi rostro impersonal, el centro conjunción armoniosa de la cita, perla de la sortija de otro en otro, que quieren reflejarse de uno en uno y nacer. Ha llegado a mí la noche total, enérgica y pesada: […] Su rostro es impersonal porque no le pertenece a él solo, sino que es reflejo de los demás seres, acumulados “de otro en otro”, que es tanto como decir de uno en uno. Lo que le acontece a él es común a los restantes seres. Y he aquí que le llega la noche, metáfora de la muerte. Es la cita inevitable de la vida. La triple adjetivación (“total, enérgica y pesada”) procura definirla con rotundidad. Y le llama, sigue contando el poema, y le exige que la bese, que dé un beso a la noche, es decir a la muerte, pero sin nombrarla. Es el momento supremo, que le afecta a él como a los demás vivientes. Y ese rostro múltiple descrito en el primer verso vuelve a hacerse presente al final: “Un pétalo intangible y necesario / es mi rostro plural en su deseo.” La noche—muerte le desea como una enamorada anhelante, y él se entrega anticipadamente en el poema, previendo lo que sabía que iba a suceder de forma inevitable. Y concluye con este grito: “¡La unidad se está quebrando!”, debido a que el rostro deja de ser plural cuando le llega la hora definitiva personal. EL TIEMPO EN SU ETERNIDAD Es imposible aquí detenernos en el comentario de cada poema, porque para ello se hace necesario un libro entero. Podemos comprobar que el tiempo orienta su inspiración como tema recurrente. Así, en el segundo poema el autor contempla un árbol calificado de quieto, como es obligado en el reino vegetal, pero se identifica con él y piensa que “Movimiento los dos juntos / somos hoy: eternidad / que nos llamó”, una llamada resumen de la vida vegetal o animal siempre en movimiento hacia su fin. En el tercer poema comenta que el tiempo “me lleva / despacio, a ser lo que fui”, esto es, nada era antes de nacer y nada será después de morir, su principio y su final. Encontramos en el cuarto una declaración acerca del acto de vivir como una cacería de días, en la que ha de permanecer siempre al acecho hasta su final: “Ejecutada está la cacería. / Reúno las piezas.¡Cobro lo que vivo!” Sabemos que el tiempo representó siempre una inquietud espiritual para Prados, volcada en la escritura. Baste recodar que su primer libro se tituló Tiempo. Veinte poemas en verso, editado en 1925. Nunca se libró de la obsesión esencial, quizá debido a la tuberculosis padecida en su adolescencia, como un heraldo negro de la muerte. EL YO ESCINDIDO Abandonamos de la persecución del tema temporal, para prestar atención a los dos poemas siguientes, muy interesantes por exhibir una disociación del yo del poeta, un asunto con arraigada y fuerte repercusión en la poesía española contemporánea, observable en Unamuno y Juan Ramón, por no citar más que dos nombres, con amplia tradición en la literatura universal. En el quinto se experimenta el descoyuntamiento de la identidad desde la tercera persona, aunque sin duda ese “él” resulta ser el mismo poeta. El otro, llamémoslo así, el otro yo, penetra en su cuerpo y se entabla una lucha entre las dos personalidades: “Entró en él. No hubo silencio. / Se oyó luchar. Luego huyó / alguien vencido en su cuerpo.” ¿Quién es el derrotado fugitivo, ese “alguien” impreciso, el poeta o el otro? En los versos siguientes se explica que para saber quién era, el vencedor se puso a escribir palabras con las que componer su nombre, es decir, para descubrirse a sí mismo su identidad. Por lo tanto, la poesía se explica en Prados como un desvelamiento de la personalidad del autor ante sí y ante los lectores, al descubrirse mediante una epifanía poética. Deseamos saber quién es ese misterioso personaje que penetra en un cuerpo y lo transforma. Se lo pregunta el poeta perplejo: “Quiso comprender. Cantaba / su nombre hueco: ‘¿Quién eres?’… / Entró a llenar sus palabras.” Muchos escritores han sentido en su interior las dos almas de que hablaba Goethe, y en ocasiones las han proyectado fuera, y han hecho que llegaran a enfrentarse. En la poesía de Prados se convierte en un lugar recurrente como medio de autocomprensión íntima. EL YO QUE ES OTRO Leamos ahora el sexto poema, en donde se trata la escisión del yo desde la primera persona. Aparece el protagonista, sin duda el mismo poeta, solitario, y nos cuenta metafóricamente que “En el centro / de mi soledad hundí / el puñal de mi silencio…” Para el poeta el silencio es la muerte, cuando se le terminan las palabras ya no tiene justificación su vida. La soledad puede resultarle sonora, como a Juan de la Cruz, y también a Juan Ramón, que aprovechó bien su verso, pero el silencio no admite adjetivaciones, porque significa el fin. Es el motivo de que se vea herido por el silencio, a la manera de un puñal, y para evitar la muerte no se le ocurre otra solución que desdoblarse: Y comencé poco a poco a brotar lejos de mí sangrando de un cuerpo a otro, peregrinando el que fui… Son dos cuerpos con una misma identidad, empeñados en esa lucha citada en el poema anterior, hasta llegar al crimen, un paso más sobre la suplantación de la personalidad. El que fue ya no es, porque abandona su cuerpo. No queda ni el espíritu en común, puesto que los dos seres son contrarios. En mayo de 1871, en plena euforia por la proclamación de la Commune parisiense, Rimbaud hizo una confesión sorprendente, y por partida doble, en dos cartas: Car Je est un autre. Los historiadores le llaman desde entonces vidente, porque se vio escindido, lo que sin duda corresponde a su compleja personalidad vital aclimatada a su escritura. También Prados fue un vidente de su misma condición, aunque presenta unos caracteres peculiares. El silencio no parece estar bien materializado por un puñal, arma utilizada para matar metafóricamente, pero con una clara intencionalidad agresiva. Era inevitable que corriese la sangre. EL MENSAJE POÉTICO Pasemos a la segunda parte de Signos del día, en donde se mantiene la pulsión entre el cuerpo y el espíritu, a propósito de la poesía. En el primer poema, como es habitual carente de título, parece resonar un eco del Evangelio según san Juan en su comienzo. Es sabido que Prados sintió en ocasiones inquietudes religiosas, y que leyó la Biblia, como es obligado en un intelectual occidental, pese a la prohibición de la Iglesia catolicorromana mantenida hasta el Concilio Vaticano II, con penas de hoguera. Explica el apóstol Juan que en el principio del Universo el Verbo era Dios y en él estaba la vida, que era la luz de los seres humanos, la luz que resplandece en las tinieblas, luz verdadera que alumbra a todos los seres desde el inicio, aunque ellos no la conocieron. Por ese motivo tuvo que venir un enviado, de nombre Juan, a dar testimonio de la luz. Parece un eco el poema de Prados colocado como un prólogo de esta sección, que arranca así: La luz descansa en el papel. Descanso yo. Alguien, sin nombre aún, ha venido desde lejos, tal vez desde su origen, a contarme que en él yo permanezco. El papel en blanco está dispuesto para recibir la escritura, que será la luz iluminadora hecha poesía. En consecuencia la luz descansa en el papel, pero el relator confiesa ser él quien descansa, aunque él no es la luz. Hay un enviado sin nombre todavía que viene desde su principio, entendemos que desde su nacimiento, a explicarle al relator que permanece en él. Por consiguiente, el relator y el enviado son dos personajes que se identifican. Es factible deducir incluso que son el cuerpo y el espíritu. Retrocedemos hasta los poemas comentados anteriormente, cuando el otro se convertía en protagonista del relato, para compaginarlos con este texto. El enviado es portador de un mensaje. Hubo un tiempo, después de la guerra incivil española, en que se puso de moda la palabra “mensaje” para definir a la poesía. Un poema debía contener un mensaje para merecer ser tenido en consideración. Los críticos se preguntaban cuál era el mensaje del libro para valorarlo. Después pasó la moda y se olvidó el mensaje. Sin embargo, Prados atiende al mensaje que se le revela como una luz: […] Salimos todos hacia fuera. Todos. Pero el mensaje se me encomienda, hoy, sólo a mí. […] (Yo estoy sin cuerpo, y vivo… En el papel la luz descansa…¡Es unidad la historia!) Es el poeta, solamente él, y por eso se le asigna el mensaje que debe explicar al mundo. Es un ser carente de cuerpo, aunque vive en el espíritu. Es el único capacitado para escribir sobre el papel en blanco donde descansa la luz. De ese modo se completa la historia, con la revelación del mensaje escrito. Tal es la labor del poeta, según la entendía Prados. Esa labor ha de acomodarse a las circunstancias de cada momento, de manera que la poética de un autor experimenta variaciones estilísticas y temáticas inevitables. EJEMPLO DE METAPOESÍA Otro poema importante en esta sección lleva el número XXXIV. Comienza con una desconcertante afirmación: “Escribo y sé que mi escritura es falsa”, una advertencia para el lector, que tal vez piense en dejar el libro por su falsedad, o prefiera adentrarse en los versos para conocer las motivaciones del poeta al presentarle esa confidencia. La califica de falsa porque transmite solamente un pensamiento que entró en él sin saber por qué ni cómo, pero se ha convertido en dominante: “¿Por qué me obliga entonces a escribirlo?”, se pregunta perplejo, o le pregunta al invasor quizá. Es una revelación muy significativa: el pensamiento único obliga al poeta a escribirlo, como un médium sumiso. Es inútil que se resista a obedecer la orden, por lo que su único recurso consiste en dejar de escribir, y acuerda dedicarse únicamente a seguir su destino mortal. Toma una decisión suprema: “Cojo el papel, lo quemo, y todo el aire / sostiene, escrito en él, a un pensamiento.” Ha querido dilucidar, una vez más, el misterio de la inspiración poética, llamado en los versos el pensamiento. Es un notable ejemplo de metapoesía, al explicar la creación poética desde el mismo poema. Le parece tan ajeno a él ese pensamiento dictatorial que considera falsa su poesía, porque no es suya, sino impuesta por una fuerza irresistible. El tema exige un detenido tratamiento, por lo que ahora no es posible hacer más que apuntarlo y dejarlo para otra ocasión propicia. LA VIDA COMO UN RÍO Y UN PUENTE El tercer libro o sección de Signos del ser empieza mostrando una ambientación paisajística sorprendente: “Esta mañana el cielo es vertical”, afirma, y enseguida explica el motivo de verlo así, en contra de lo que demuestra la visión de la realidad, mediante esta descripción de su estado: “Soy cuerpo horizontal, oscuro”, esto es, su sombra. Desde la posición horizontal es natural que vea el cielo horizontal, porque se invierten las situaciones acostumbradas por la lógica en la naturaleza. Los lectores contemplamos al poeta identificado con su sombra, extendida por el suelo y por supuesto negra, más que oscura, proyectada por la luz solar. Desde su horizontalidad el cielo le parece vertical, como debiera serlo el cuerpo. Hay un juego de luces y sombras, porque “Fuera, otra luz descansa en mí su impulso”, que al no ser la solar tiene que ser esa que estaba en el mundo desde siempre, según la revelación del apóstol Juan antes citada. Así, la sombra que es el cuerpo se encuentra entre dos luces. Inmediatamente las luces se metamorfosean en fuentes que circundan la sombra de su cuerpo sobre la tierra: “Un corto sitio soy entre dos fuentes / que manan sin cesar. Un corto río.” Continuamos en el campo de las metáforas, y ninguna tan usada como la del río en representación de la vida humana, con ejemplos sublimes en nuestra historia lírica, desde las Coplas manriqueñas. Sin embargo, Prados complica la situación, al describirse además como un puente sobre el río: es puente y río a la vez, un puente construido “para cruzar el día que hoy me toca…” Seguidamente remacha la imagen para que no haya duda sobre su interpretación: “Un puente soy del día…” Tropezamos, pues, de nuevo con el tiempo, esa inquietud existencial de Prados que le mantuvo preocupado desde su primera publicación. El día es efímero, termina y se sucede por otro día, hasta que el puente se derrumba y así concluye la historia. Lo mismo el río que el puente continúan siendo motivos inspiradores de otros poemas en Signos del ser, pero aquí debemos abandonar su comentario, para repasar el último libro que compuso en los que iban ser últimos meses de su vida, Cita sin límites, la cita definitiva con la muerte esperada desde su juventud. LA MUERTE ANUNCIADA Características de este libro final son que los poemas están numerados en arábigos, que cuatro además tienen título, y que casi todos llevan las fechas de su composición, entre el 19 de febrero y el 9 de abril de 1962, aunque no se presentan ordenados cronológicamente. Se dividen en tres libros o secciones, con la interrupción impuesta por la muerte del autor. Una especie de resumen del poemario se anticipa en el poema inicial. Recurre al tópico de identificar la vida humana y el día, desde el alba del nacimiento hasta la noche del morir. Los versos comienzan con el declinar de la tarde, anuncio de la muerte próxima, efectivamente agazapada tras el poeta. Cae la noche y la tierra le invita a dormir, metáfora del entierro: Tendí mi cuerpo sobre tierra, cerré los parpados… (La tierra entró por mí…) ¡Voy, desunido, hacia una nueva cita de alfabeto veloz, aún sin lenguaje!... (La tierra me perdió…) Es la Cita sin límites anunciada en el título, cita inexcusable y definitiva. Su cuerpo ya no es sombra tendida en la tierra, sino que en ese momento crítico la tierra entra por él. Va desunido, porque si en poemas anteriores describió la escisión de su yo personal en dos seres, aquí la separación es entre el cuerpo y el espíritu, llamado también alma. Acude sin lenguaje, porque entra en una dimensión ignota, solamente descrita por las religiones. Al traspasar ese umbral la tierra que había acogido su cuerpo lo pierde, puesto que su yo no estaba constituido solamente por el cuerpo mortal enterrado, sino también por el otro interior que ha acudido a la nueva cita. EL TÚ QUE NO ES Un “tú” autorreflexivo que es el mismo autor protagoniza el poema siguiente. “Ese tú soy yo”, explicó Machado, y lo mismo pudo escribir Prados. De él se hace una presentación negativa, puesto que el estribillo “tú, no eres” se repite al final de nueve versos, más dos veces “que no eres tú”, y termina con “Y, tú, no eres ausencia”, por lo que el lector se debe preguntar inmediatamente quién es ese que no es, y se merece este poema. Parece que el autor tiene dudas, ya que se pregunta: “¿Adónde estás? Buscándote a ti mismo, no; / tu realidad –lo sabes--, es presencia de huida... tú no eres.” En el tiempo, el presente es camino del final, como tantas veces y tan bien expuso Quevedo. El ahora es “presencia de huida” hacia otro ahora fugitivo. Nada permanece fuera de la nada. Se dice a sí mismo: “La conciencia de ti se va de ti”, con lo que deja de ser el que fue y ya no es, repite machaconamente el ritornelo. Contempla la situación como un cuchillo, semejante al puñal encontrado antes con diferente motivo, como una piedra que le clava el corazón, señal de muerte segura. Llegado a ese final se plantea una pregunta: “En donde comenzaste, ¿estás disuelto?” Volver al origen es regresar a la nada prenatal. No existe él, pero como no es posible escribir “no existo”, porque contradice a Descartes, utiliza la segunda persona para decirse “tú, no eres”, confesión del autor oculto detrás de sí mismo para esquivar al lector. OTRA VEZ EL OTRO También se explicita en este libro el caso de la escisión del yo. Queda expuesto pronto en el cuarto poema, en donde se relata el despertar del autor al escuchar su nombre “Hacia la media noche”, sin que sepamos quién lo pronunció. Descubre a un ser herido desangrándose, que habla un lenguaje ininteligible para él, pero que es él “desangrándome, inverso, a mi vivir”, y cae “como un chorro de sombra” hasta él mismo despierto. El yo es el otro, como descubrió Rimbaud. Inevitablemente en los casos de desdoblamiento de la personalidad entra en juego un espejo, que refleja (o no) al protagonista. En Cita sin límites lo encontramos en el quinto poema, en donde se cuenta que un mismo espejo ayer, hoy y en ese instante no reproduce el rostro que lo mira. Le interesa descubrir el porqué y lo indaga, pero tiene que declarar: “¡Qué sé yo, sin rostro!” La pérdida de la imagen es señal de carencia de identidad, significa tener que repetir el estribillo del poema anterior y confesar que no existe el que inútilmente busca ver su rostro repetido en el espejo. Así lo acepta el verso final: “Nadie soy: voy andando por el mundo.” Una antinomia paradójica, la de andar no siendo nadie. Por tanto, es, pero ¿quién es? Nuevamente se tropieza con el otro en el poema número 20 de esta primera sección: “En el centro de un círculo brillante, / he penetrado a ser otro en mi cuerpo”, declara, y añade que se mira en un espejo y esta vez sí se contempla “alrededor del iris que me guarda”. Se ve en el ojo que lo observa, que es su propio ojo. Como un eco del poema antes citado, el cuarto, oye gritar a alguien “¡Despierta!” lejos de él, pero en él, en una situación desconcertante: “¡Despierta!”, oigo decir allá hondo, lejos de mí, en el cuerpo que me lleva. Quisiera despertar: no puedo. Sigo en la media noche. El tiempo se ha parado o se ha hundido conmigo cuando hablé. El tiempo constituía la obsesión de Prados, y en su círculo se perdía hasta suponerse otro distinto de sí mismo, en dos seres incapaces de comunicarse porque utilizan diferentes lenguajes, quizá por encontrase en dimensiones distintas, si es cierta la existencia de universos paralelos. Confiesa Prados ignorar mucho más de lo que sabe, zozobra en una noche de misterios en la que no consigue despertar, aunque lo intente desesperadamente. LA UNIDAD DE SER La segunda sección del libro se mantiene en la temática recurrente anterior. Hay poemas de mayor extensión que la encontrada hasta ahí, porque Prados necesitaba más amplitud para explicarse ante sí y ante el lector. En el primero dialoga consigo mismo, o con el otro, y recuerda que se halla en su tiempo, en donde vivió, y que en él permanece lo que encarna de antes y de ahora, y de lo que será finalmente: Ni se va ni a ti vuelve lo que encarnas; lo que en ti encarnas, lo que en ti es aumento --aparente también--, lo que unificas. […] en el centro de ti –no en tu presente— y en su apariencia estás, y te divides: te vas unificando más y más dentro de la unidad por ti tejida.Él es una unidad, a pesar de las escisiones que en variadas circunstancias padece su personalidad. Como reside en el tiempo, su centro no es su presente, sino la biografía completa, en la que se unifican pasado y presente hacia el futuro, un momento que se va “unificando más y más” a medida que avanza hacia el fin, cuando se concluya del todo lo que ha encarnado hasta ese momento. El tiempo es movimiento, así que él no está quieto: Quieto no estás. No eres quietud. Tú vives, como interior en ti de sólo un cuerpo, en los cuerpos que, unidos, relacionas --delirante al fluir— siendo con ellos. […] Aparecida en ti la vida, brotas. No tienes límites. Lo aceptas. Te abres a la unidad total que perteneces… Recordemos el segundo poema de Signos del ser ya comentado antes, en el que se veía quieto igual que un árbol, pero con una vida los dos que implicaba el movimiento hacia el final. Se repite la idea en este poema, e incluso apunta que en su cuerpo viven otros cuerpos, sus antepasados, de los que resulta ser heredero, y es con ellos, asegura, una unidad total. Aquel árbol de apariencia inmóvil queda reproducido ahora en nueva perspectiva: Déjate, en ti, caer bajo la sombra de este árbol. Hay un muchacho solo: tal vez seas tú. Ven a él, acompáñate. En el tiempo se unifican pasado y presente, que actúan sobre el poeta. Aquel muchacho es hombre hoy. Pero el poeta no está seguro de saberlo, así que escribe “tal vez”. Para descubrirlo ha compuesto estos versos. EL VALOR DE UNA PIEDRA Pasemos al segundo poema de esta segunda parte, muy breve, de dos estrofas. En la primera alguien narra en primera persona cómo ha pronunciado un nombre al azar, “piedra”, y al escribirlo sobre el papel se convierte en un cuerpo que habla. Es el poder de la escritura. El resultado es sorprendente, porque al pronunciar ese nombre el discente cuenta que sale de sí, y añade: “Sé que no he de volver jamás a verme.” El lenguaje ejecuta la escritura en acto, aunque se halle sometido al tiempo que todo lo transforma. En la segunda estrofa el discente le habla a otro, seguramente sea posible escribir “al otro”, y le pide que si encuentra una piedra la recoja y se la lleve. Será algo así como una materialización de la escritura, un realizar en acto lo que se deja escrito sobre el papel. La piedra es un objeto mostrenco sin ningún valor en sí, pero capaz de transformarse por medio del lenguaje en diversos elementos. De esta manera se da apariencia de realidad a lo que es inefable. Y termina: “Sobre el papel que tú ames más, me olvidas”, porque la escena descrita fue una apariencia, una historia literaria ficticia para olvidar, creada por un escritor asombrado frente a lo que intuye. Comprobamos que el pensamiento inspirador de Emilio Prados se volcaba en meditaciones íntimas, que exigen la complicidad del lector para alcanzarlas. Suele calificarse de hermética su poesía, aunque resulta fácil de comprender si se le acomodan las claves predominantes: la contemplación del tiempo, la realización del lenguaje, y la identificación de la personalidad. Son tres elementos dominantes en su escritura, que se suceden continuamente en los libros, como estamos comprobando. MÁS ASPECTOS DEL OTRO Se continúa el ambiente en el tercer poema, muy extenso y muy interesante, en diálogo del autor con el otro, lo que constituye una “conjunción caminante de dos ecos”. Según relata, si se pudiera mirar en su interior, se vería “en otro unificado”. La imaginación tiene un papel relevante para la comprensión de ese mundo entre real y aparente: “Permaneces en ti más, al ser otro”, se dice y le dice, para añadir explicativamente: “Cinco sentidos tienes.¿Y qué son?: / Tu lenguaje, parado en tus principios”. Vuelven ideas encontradas en el poema anterior: “Tu palabra / --tu pensamiento aún silencioso— es acto: / vas en él, por él vas hacia ti mismo”, porque es el vehículo imprescindible para el conocimiento de las cosas y de los seres, en primer lugar del ser pensante, que es en este caso el mismo poeta. Se trata de un texto sugestivo, lleno de referencias a sus preocupaciones fundamentales, pero excesivamente largo para comentarlo detalladamente. Vamos a rastrear la figura del otro en el séptimo poema de esta segunda parte, escrito en ese “tú” reflexivo que también puede ser diálogo entre los dos habitantes del cuerpo conocido como Emilio Prados. Se dice que ese cuerpo es la encarnación de unas voluntades hecha sin la suya: “Tu encarnación / está en un cuerpo involuntario y vive”. No se reconoce, así que declara: “Un hombre en ti posees, te hace hablar. / Limitado es tu lenguaje”, y no sabemos quién de los dos habla, aunque en verdad tampoco importa su personalidad, puesto que los dos son uno mismo. A pesar de la identificación, uno aparece dominante y es el que obliga al diálogo: “Lo dice un idioma / que te hace hablar un hombre”, como si fuera el médium de unos poderes extraños. No nos preocupa, lo significativo es el poema. LA VIDA COMO DESIERTO Todas estas cuestiones se amplían en el duodécimo poema, interesantísimo porque metaforiza su vida como el cruce de un desierto, en el que él mismo se convierte en espejismo: no dice ver un espejismo, sino “Me hago espejismo”, aunque no explica la metamorfosis, y cuenta que entra en él “sin mí”, como otro, pero si él es el espejismo no tendría que entrar, porque está ya, puesto que es, de modo que entra el otro, sin él. La secuencia descrita parece confusa, como corresponde a un espejismo irreal. Lo mismo que le sucedió a Jesucristo cuando se retiró al desierto antes de comenzar su predicación, afirma sufrir tres tentaciones, que no detienen su paso, o al menos eso supone, ya que en un espejismo se confunde la realidad: “Yo sigo, creo que sigo; voy sin mí…” Despojado de su encarnación y suplantado por el otro, camina por dentro de sí mismo sin ir consigo. En el juego de las apariencias todo es posible. Las tentaciones son sus deseos, aparentados en un oasis, una torre y un trigal. Las vence y consigue evadirse a la realidad: “Desnudo mi espejismo: vuelvo al cuerpo / que soy.” Y en esa realidad todavía se le presenta una tentación más: “Mi última tentación fue la nostalgia / de la tierra que fui…” Obsérvese la referencia a la tierra que fue él, seguramente cuando era un espejismo. Según la Biblia la naturaleza humana es barro, conjunción de tierra y agua, tal como se describe el poeta vuelto a su cuerpo carnal. Por eso no me parece acertada la interpretación del editor, que considera la nostalgia un referente de la tierra española, a la que no quiso regresar, como tantos otros exiliados que rechazaron someterse a la dictadura fascista. No escribió “de la tierra en que nací”, sino “de la tierra que fui”, es decir, que él fue tierra durante la travesía del desierto, y no se encuentra en todo el poema la menor alusión a España o al exilio. Es más: un verso de este poema dice: “Oigo en la oscuridad mi andar sin huellas”, lo que obliga a suponer que Prados no pensaba dejar huellas por ningún sitio, no quería dejar astro de su paso por ningún país. EL ÚLTIMO PEREGRINAJE La tercera sección de Cita sin límites queda formada por dos poemas, seguramente los últimos escritos por el autor poco antes de su muerte. El primero, compuesto desde el “tú” autorreflexivo, describe su vida como un andar sin saber adónde se dirigía: “Y peregrinas sin saber a dónde, hacia tu fe.” Esta palabra se presta a confusiones, si se quiere entender como una fe religiosa; sin embargo, el contexto aclara que se tata de la fe en sí mismo, a veces distraída, cuando ignoraba qué camino seguir: “No lo sabes. No lo vas a saber. Pero caminas, creces.” Caminó sin mirar los límites, mientras dispuso de opciones para elegir. Hubo un momento, a consecuencia de la rebelión de los militares monárquicos, en que ya no le quedaron alternativas para escoger, porque era la civilización contra la barbarie fascista. Esa situación le obligó a exiliarse en tierra de libertad: “Un día te levantas en calma.¡Ya tienes paz!” Indudablemente se refería a la paz interior, porque la paz de su patria era la de los fusilamientos, las cárceles y las torturas. En esa paz transcurrieron sus días en México, superando muchas dificultades para ir malviviendo con dignidad, sin dudar de su condición de hombre libre. Allí esperaba que se cumpliera la última cita sin límites temporales, “con lo que seguirás atraído a una cita sin tiempo y sin lugar que nunca acabas”. Dieciséis días después de escribir esas palabras murió y todo quedó completo, la vida y la poesía. El otro poema glosa un poema de su paisano Picasso, con lo que resulta que hizo poesía sobre la poesía. Se descubren sus obsesiones habituales, cuando se dibuja líricamente navegando hacia un lugar ignoto, que no es la tierra firme, que no sabe en dónde está: “No lo sé, pero a mí vengo en esa nave: / arribo a mí, transbordo en otro cuerpo / y sigo ¿a qué?” Es decir, la nave en la que viajaba le llevaba a sí mismo, no a un lugar en donde se hallase detenido, sino a su intimidad, y al llegarse a su interior transbordaba en otro cuerpo, ese otro que le acompañó al parecer hasta su final, hasta ese viaje definitivo en su última cita con el fin de su tiempo. Allí estuvieron juntos los dos, hechos uno solo y el mismo. El peregrinaje incierto descrito en el poema anterior concluyó de la manera habitual. En aquellos versos declaró no saber adónde se dirigía, pero mintió: sabía muy bien que se encaminaba a encontrarse con su propia muerte, la que puso término a sus devaneos con el tiempo.


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