Finales de novela

A menudo se habla del principio de las novelas. Es cierto que hay inicios famosos y que una buena frase inicial hace que el lector se enganche al texto, que entre en la historia, en la atmósfera o en la reflexión que el autor o la autora proponen, o que todo eso ocurra a la vez si es realmente efectivo literariamente. Tenemos, pues, una puerta de entrada bastante visible, pero ¿y la puerta de salida?, ¿qué ocurre con los finales que son menos conocidos? Javier Marías termina justamente su novela Corazón tan blanco con esa puerta real y ficticia a la vez con la frase: "Me preparé para abrir la puerta".

Decía Aristóteles que los finales deben ser a la vez impredecibles e inesperados, en todo caso cuando un libro nos ha subyugado durante toda su lectura merece un final que, sin renunciar a esa sensación, nos deje temblando al borde del abismo. Para el lector hispano uno de los más impactantes, por su modernidad, es el de La Regenta de Leopoldo Alas Clarín:

"Después de cerrar tuvo aprensión de haber oído algo allí dentro; pegó el rostro a la verja y miró hacia el fondo de la capilla, escudriñando en la obscuridad. Debajo de la lámpara se le figuró ver una sombra mayor que otras veces...Y entonces redobló la atención y oyó un rumor como un quejido débil, como un suspiro. Abrió, entró y reconoció a la Regenta desmayada. Celedonio sintió un deseo miserable, una perversión de la perversión de su lascivia: y por gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los labios. Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas. Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo".

El de Rayuela de Julio Cortázar:

"Era así, la armonía duraba increíblemente, no había palabras para contestar a la bondad de esos dos ahí abajo, mirándolo y hablándole desde la rayuela, porque Talita estaba parada sin darse cuenta en la casilla tres, y Traveler tenía un pie metido en la seis, de manera que lo único que él podía hacer era mover un poco la mano derecha en un saludo tímido y quedarse mirando a la Maga, a Manú, diciéndose que al fin y al cabo algún encuentro había, aunque no pudiera durar más que ese instante terriblemente dulce en el que lo mejor sin lugar a dudas hubiera sido inclinarse apenas hacia fuera y dejarse ir, paf se acabó".

O el de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez:

"Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra".

Las grandes obras de la literatura universal no decepcionan en este sentido, la familia inicial de Ana Karenina de Tolstoi termina en un canto a tomar las riendas de la propia vida:

"Pero a partir de hoy mi vida, toda mi vida, independientemente de lo que pueda pasar, no será ya irrazonable, no carecerá de sentido como hasta ahora, sino que en todos y en cada uno de sus momentos poseerá el sentido indudable del bien, que yo soy dueño de infundir en ella".

El de Crimen y Castigo de Fiódor M. Dostoievski tiene es regusto de principio encubierto:
"Pero aquí empieza otra historia, la de la lenta renovación de un hombre, la de su regeneración progresiva, su paso gradual de un mundo a otro y su conocimiento escalonado de una realidad totalmente ignorada. En todo esto habría materia para una nueva narración, pero la nuestra ha terminado".

Hay finales que nos subyugan por su belleza como el de Lolita de Vladimir Nabokov:

"Pienso en bisontes y ángeles, en el secreto de los pigmentos perdurables, en los sonetos proféticos, en el refugio del arte. Y ésta es la única inmortalidad que tú y yo podemos compartir, Lolita".

O el de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad:

"El mar estaba cubierto por una densa faja de nubes negras, y la tranquila corriente que llevaba a los últimos confines de la tierra fluía sombríamente bajo el cielo cubierto… Parecía conducir directamente al corazón de las inmensas tinieblas".

Otros, en cambio, no nos permiten eludir la áspera reflexión como el de La rebelión en la Granja de George Orwell:

"Los cerdos y los humanos continuaron con su juego de cartas mientras los demás animales se alejaban de la ventana. Pero, poco después, los sonidos de una pelea los llevaron a asomarse de nuevo por la ventana. Napoleón y Pilkington habían jugado el as de espadas a la vez y cada uno había acusado al otro de hacer trampa. Los animales, que seguían viendo por la ventana, se dieron cuenta de que, si le echaban un vistazo a toda la escena que se desarrollaba dentro de la casa, ya no era posible distinguir quiénes eran los cerdos y quiénes eran los seres humanos".

Como escribía Camilo José Cela en el final de La familia de Pascual Duarte:

¿Qué más podría yo añadir a lo dicho por estos señores?

 

 

 


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