La crítica literaria

 por Manu de Ordoña

 

Es posible que la figura del crítico literario independiente vaya a desaparecer para siempre. Las páginas culturales de los periódicos y las revistas especializadas se acercan cada vez más a una guía de novedades o un boletín de noticias, en las que privan los intereses de la industria editorial. Salvo excepciones cabales, las reseñas literarias se ocupan de los mismos títulos, lo que induce a sospechar que detrás hay algún interés de no sé qué naturaleza. Rara vez aparece una mención a un escritor desconocido que apunta talento. Para eso hace falta tiempo y ser un poco rebelde.

Verdad es que la prensa escrita, su medio de comunicación por excelencia, atraviesa un mal momento. Sufre una crisis profunda que viene de lejos… desde que los periodistas consintieron en convertirse en “empleados” de los grupos mediáticos, sometidos a la presión de los poderes políticos que cubrían sus enormes déficits financieros a base de ayudas y subvenciones. Algunos de ellos se prostituyeron por unos salarios de escándalo, nunca vistos hasta el momento, perdiendo así su capacidad para informar libremente y defender la democracia. Y no parece que la cosa tenga vuelta atrás. En todo caso, algo podría mejorar si se consolida la apuesta de los grupos multinacionales por el control de los medios de comunicación. No es la mejor solución, pero me fío más de ellos que de los otros.

También es verdad que el número de autores que hoy acceden a publicar un libro es muy superior al de hace cuarenta años —en ese sentido, habríamos de entonar un tedeum—, siquiera sea por satisfacer su ego. Si a eso se añade la pluralidad de espacios en la web, se entiende que el crítico se haya transformado en simple comentarista que recoge la opinión de lo que tiene más a mano: notas de prensa, la sinopsis en la contraportada o el contenido del primer artículo que encuentra sobre la obra en Internet. Me pregunto si no habrá incluso alguno que haya escrito una reseña sin haber leído la obra…

Una reseña literaria es la presentación razonada de la opinión que el crítico extrae de un libro, lo que dice en cada momento y cómo lo dice, con citas a las escenas más importantes y la intención del autor en cada una de ellas. Su objetivo es valorarlo para que el público decida si vale la pena leerlo o no, para lo cual suele incorporar al final una reflexión sobre la totalidad de la obra y su influencia en el medio social en que se desarrolla.

Según el poeta norteamericano Robert Pinsky (New Jersey, 1940), las reglas a que debe someterse toda crítica literaria son sólo tres:
1.- La reseña debe decir cuál es el tema del libro.
2.- La reseña debe decir lo que el autor piensa sobre el tema del libro.
3.- La reseña debe decir lo que el crítico piensa sobre lo que el autor del libro dice sobre el tema del libro.

En tiempos pasados, ejercieron su profesión verdaderos maestros del género. Hoy ya quedan menos. Y es que hacer una reseña literaria como la que hizo Miguel Méndez Hernández sobre La Fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa, no está al alcance de cualquiera. Es un trabajo complejo que exige una sólida formación intelectual, asociada a una erudición particular sobre la obra que analiza y el entorno que la rodea. Sólo así es posible descubrir la esencia de un escritor y las señas personales que lo caracterizan. Y luego escribirla con prosa concisa y elegante, para salir airoso del trance. Porque si no… como el burlador burlado.¡Qué divertido es ponerle los cuernos al tenorio!

Conocida es la definición de E. R. Curtius (Alsacia, 1886 – Roma, 1956): “Crítica es la literatura de la literatura”. Lo dijo Rafael Altamira (Alicante, 1866 – México, 1951) en 1907: “Lo que más importa en la crítica no es el juicio de la obra, sino lo que acerca de ella se le ocurre a un hombre de talento, de ingenio, que hace arte con motivo de una obra ajena”. Y más tarde José Antonio Maravall (Játiva, 1911 – Madrid, 1986) en 1933: “Al nuevo crítico no le interesa ni escribir anuncios, ni emitir fallos… Juzga para ser juzgado, se coloca frente a los demás, quiere hacer gravitar toda la atención hacia él y lo criticado no es sino un pretexto”.
Siempre he admirado a esos articulistas de periódico que se atreven a juzgar acontecimientos de la vida diaria —incluso algo tan pedestre como un partido de fútbol— a los que sus lectores tienen acceso y pueden formar opinión propia. Su criterio ha de ser firme y persuasivo, para ser bien recibido, sin provocar rechazo, aun discrepando. Un oficio complicado que requiere poseer atributos de genio.

Un genio que además ha de ser ecuánime, estar libre de prejuicios y redimido de esa malevolencia que a menudo acompaña a los seres doctos cuando juzgan a un colega. Es pedir demasiado. Una generosidad tal no es propia del ser humano, y menos si el censor posee vocación literaria, muchas veces, insatisfecha, como le ocurre con frecuencia al crítico. Por eso, decía al principio que su papel se ha devaluado, aunque todavía quedan algunos que realizan su trabajo con pericia y libertad.

Libertad tanto para ensalzar una obra como para malograrla. De hecho, según el diccionario de María Moliner, criticar es expresar un juicio desfavorable, decir faltas o defectos de una persona, de una actuación o de una obra. Comentaba Rodríguez Rivero que a los escritores les encantan las reseñas positivas de sus libros, pero nunca con la intensidad con la que detestan y les enfadan las negativas. Las primeras halagan, pero se olvidan pronto; las segundas producen heridas que tardan en cicatrizar.

¿Qué habrá pensado García Márquez tras leer la crítica que hizo Coetzee —también Premio Nobel en el año 2003— de su última novela “Memoria de mis putas tristes”, publicada en 2004? Merece la pena leerlo por lo mucho que enseña de literatura. No es un varapalo, sólo un reproche de guante blanco: “En comparación con el resto de los textos de García Márquez, Memoria de mis putas tristes no es un gran logro”.

Quizá uno sea víctima de ciertas aprensiones, pero me resisto a leer esas esquelas de libros que aparecen en los suplementos dominicales, insertadas en recuadros igualitos, con la imagen de la portada y los datos relevantes en cabecera y, debajo, un texto explicativo, generalmente banal y siempre laudatorio, siguiendo un modelo prefabricado, parecido al esquema que aprendimos en el colegio para comentar las obras clásicas de la literatura.

Hasta hace poco, recomendar libros era tarea que correspondía al librero y al crítico literario. Hoy ya no tanto. El lector ha perdido la confianza en los medios tradicionales y prefiere esa opinión anónima que le proporciona Internet. Surge así la autoridad del prescriptor cultural que, sin tantas pretensiones estéticas, sugiere títulos alternativos a los best sellers que todo el mundo conoce, en portales digitales de diferente pelaje: blogs especializados, revistas literarias, foros de comunicación y redes sociales.

Pero el nuevo “gurú” se ha transformado, ha cambiado la forma de comunicar, se ha adaptado a las condiciones que impone Internet. Un texto breve y conciso para exponer el núcleo fundamental de la obra, quizá una simple palabra abstracta —que compendia el mensaje que el autor pretende transmitir—, acompañada de unos cuantos adjetivos bien escogidos, puede ser suficiente para despertar la curiosidad del lector moderno. En el estruendo silente de las redes sociales, la paternal figura del crítico literario caerá en el olvido, sin ninguna misericordia. Total, ¿para qué? Si ya no se escriben novelas…

Decía Baroja que, en la primera mitad del siglo XX, no se ha publicado una novela sugestiva. Y luego añadía: “Yo creo que ya no se harán nunca novelas sugestivas, porque no hay ambiente. Está todo demasiado claro. No hay misterio y yo creo que debe haber misterio en el hombre o en el ambiente”. Y acertó, al menos en el ámbito europeo. No así en el latinoamericano, donde apareció más tarde una hornada de escritores que supieron transmitir la magia y el misterio de una sociedad que no ha olvidado sus orígenes. Si el lector quiere profundizar, Carlos Fuentes (Panamá, 1928 – México, 2012) escribió en 2011 una lección magistral que tituló La gran novela latinoamericana (Santillana, 2011).

 

 

 


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